José Juan Morcillo

José Juan Morcillo


Notas

07/10/2020

Para Antonio.

Trabajo en un despacho tranquilo y luminoso. Desde la ventana no se ven coches ni asfalto, por lo que las vistas son bastante aceptables en un piso del centro de una ciudad: ante mí, un gran espacio rectangular, abierto al cielo, cerrado por las desconchadas fachadas traseras del Ayuntamiento y edificios particulares. Parece un colosal corral de comedias de hormigón, sin público y sin escenario, cuyo patio es una mezcla caprichosa y nada atractiva de tejados de garajes y de terrazas privadas. No me disgusta el panorama por la sencilla razón de que no me distrae; si desde mi ventana viese el mar en su amplitud inacabable o un valle frondoso que cobijara una rica variedad de animales, estaría encantado, por supuesto, pero sería más fuerte la tentación de contemplar tantos encantos que la voluntad de bajar la vista a los libros y de trabajar.
Desde hace unos días, todas las tardes, se cuelan en mi despacho las notas musicales de un trombón. El músico las repite una y otra vez en escalas musicales que, aunque impresas en un pentagrama, es capaz de dotarlas de alma cuando son interpretadas. Las notas aún suenan frágiles e indecisas, como desconfiados caracoles que sacaran la cabeza de su enorme caparazón de metal, pero el trombonista se afana todas las tardes en dominarlas con la fusta de la paciencia y del esfuerzo.
Al principio, los primeros días, confieso que me incomodaban porque rompían mi concentración, pero ya me he acostumbrado a ellas. El intérprete es un joven matriculado en el Conservatorio Superior de Música y comparte piso con otros dos estudiantes músicos: un chico que estudia Composición y una joven que toca la flauta travesera. Ahora, mientras trabajo, espero el momento en que empiezan a oírse las primeras notas que se despiertan del trombón, notas sinceras, nacidas de la constancia, que han logrado invertir la soledad de mi despacho en una sonora compañía y en rejuvenecer de música los apáticos folios garabateados que reposan somnolientos sobre mi mesa, junto a los libros, que, como yo, contemplan por la ventana el compás de las horas.