Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Nueva Ley de Educación: suma y sigue

23/11/2020

Y van ocho en cuarenta años. Inaudito, incomprensible, o sea, atroz. No se equivocaron aquellos que en los años setenta, con el despertar del turismo, idearon el eslogan Spain is different. Los que estudiamos con la ley de educación de Villar Palasí (ni mejor ni peor que otras), jamás pudimos pensar que el sistema democrático que tanto ansiábamos sería incapaz de ponerse de acuerdo para implantar un sistema educativo de consenso capaz de poner a todos los españoles de acuerdo en un proyecto común capaz de sacarnos de las cavernas y llevarnos a la modernidad.
Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que en ningún otro ámbito como en éste se ha tornado evidente la incapacidad de nuestra clase política para llegar a acuerdos, para negociar, para ceder por un sitio lo que se consigue por otro. Lo nuestro, desde Fernando VII, ha sido siempre el enfrentamiento a ultranza, la incapacidad de escuchar, de ceder, de dar nuestro brazo a torcer. En una palabra, de lograr acuerdos. Tal es la esencia de una democracia en la que no creemos. Nuestro único principio ha sido el de ‘quítate tú para que me ponga yo’ y viceversa.
Desde tiempos inmemoriales se ha confundido educación con adoctrinamiento, y gran parte de culpa de ese error la ha venido teniendo una Iglesia que nunca quiso enterarse de que en Europa, en la segunda mitad del siglo XVIII, se había producido un fenómeno singular como fue la Ilustración, el siglo de las Luces, que ponía fin a la ignorancia, a la superstición, a la intolerancia, etc. Prueba del fracaso fue la muerte en el exilio de uno de los más insignes españoles de todos los tiempos: Francisco de Goya.
Educar es ensanchar el espíritu, abrirlo al conocimiento y a los demás, fomentar la tolerancia, lanzarlo en pos de la Verdad (con mayúsculas que decía Machado), abandonar el reino de las sombras, de la oscuridad y de la superstición; hacer, en una palabra, seres libres, críticos, al tiempo que comprensivos. Pero, de los Pirineos para abajo, muchos de esos preceptos fundamentales jamás fueron admitidos por una clase social que siempre se consideró superior, con más derechos y más prebendas.
Es más que probable que el gran fracaso de mi generación –la de los que restauramos la democracia– haya sido su incapacidad manifiesta de llegar a un gran acuerdo educativo en la línea, ya no de Finlandia o de Austria, aunque sí al menos en la de Francia o Alemania. Ocho leyes de educación en cuarenta años es un fenómeno digno de  figurar en el libro Guinness. Y así nos luce el pelo. Yo que dediqué toda mi vida a la docencia, reconozco que llegó un día en que perdí la cuenta con esa sopa de letras que los pedagogos del arado les fueron aplicando. Y una y otra vez nos volvimos a acordar de Machado cuando advertía que «volverían los liberales cual torna la cigüeña al campanario».    
Hubo un momento mágico cuando el ministro socialista de Educación Gabilondo estuvo en un tris de lograr un acuerdo con María Dolores Cospedal: el acuerdo estaba hecho, pero en el último momento una llamada telefónica de Génova frustró el plan (y ya podemos imaginar quién estuvo detrás). Poco después, ya con Rajoy en el poder, se aprobaba la ley Wert, una de las calamidades de aquel período lamentable, y ahora la ley Celaá, aprobada el pasado jueves en el Parlamento por un voto, amenaza con reiniciar el ciclo hasta que de nuevo la cigüeña vuelva a las andadas. Lo del jueves fue de nuevo la habitual ceremonia de la confusión con sus vencedores y sus vencidos; los unos desbordantes de júbilo y eufóricos como la propia ministra; los otros, rabiosos, iracundos y pidiendo venganza. Y, como de costumbre, los errores de esta cámara escindida como la propia España los pagarán nuestros hijos, nuestros nietos y el cuerpo de docentes, que en modo alguno se merecen este trato vejatorio, cuando, como bien se sabe, la educación tendría que ser, por ley, el pilar fundamental del Estado.