Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


Tenet

09/01/2021

A estas alturas de la película, es difícil saber cuándo una mentira piadosa es conveniente. Después del año que hemos pasado, no ayuda la batería de ensayos, datos y cifras que nos iluminan avisando de que el camino que nos queda por recorrer es duro y empinado. Se han hecho tantas cosas mal, que la sola enumeración te lleva a la desesperación.
Ese fatalismo colectivo no va a aportar nada, porque un mayor análisis pesimista no arregla el drama. Lo que sí es útil, es discutir sobre qué medidas pueden sacarnos antes de esta encrucijada. La pandemia ha gripado el motor de las economías modernas, aunque su mayor peligro reside en su capacidad para ocultar males económicos mayores.
Desde hace varias décadas, Occidente ha priorizado la seguridad a la libertad responsable. Hemos reducido el margen de actuación personal para que un burócrata o político decida por nosotros lo que es más conveniente. Se critica al emprendedor y el esfuerzo individual y miramos con suspicacia los frutos de la ambición creativa o el sacrificio propio. En muchos casos se debe a una escasa formación económica o a los prejuicios ideológicos. Se olvida que la Unión Soviética colapsó o que el Muro de Berlín se derribó al no poder frenar las ansias de libertad. Otros más cínicos dirían que el mito comunista no cumplió con las expectativas marcadas, aunque en el cómputo de ejecutados hay que reconocer que se esforzaron con ganas.
En La tiranía de la igualdad de Axel Kaiser se adentra con ingenio en las causas de esta deriva política y refuerza lo que antes, gente tan brillante como Friedrich Hayek o Ludwig von Mises habían avisado que ocurriría. Saber que algo va a suceder tiene mérito, pero no nos ayuda a defendernos del discurso moderno en el presente.
Sería más sencillo dejar la poesía aparcada. En los últimos cuarenta años las democracias occidentales tienen déficits presupuestarios recurrentes, una deuda superior a la economía propia y una pirámide poblacional invertida. No somos prósperos porque distribuyamos mejor que otros la riqueza, sino por el esfuerzo de generaciones anteriores, un profundo respeto a la propiedad privada y a la ley.
Hay políticos muy listos que defienden que una sociedad justa no puede asumir desigualdades. Dicho argumento no valora el talento humano ni la capacidad de sacrificio o la solidaridad familiar. Una cultura sin incentivo al riesgo atenta contra nuestra dignidad y nos hurta la libertad.