Hemeroteca: La compasión de antaño

José Iván Suárez
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Durante siglos, en Albacete existen instituciones que se preocupan de atender a los más desfavorecidos

Imágenes de la antigua Institución de Caridad de Albacete.

Podías nacer y con las primeras luces, quedarte solo en el mundo. Si esquivabas la tragedia y te encontraba la fortuna, quizá alguien te recogía del portal en el que perdías tus primigenias lágrimas. Tal vez, entonces, conocías el que iba a ser tu hogar, la Casa de Maternidad. Llegabas aún sin conciencia de ser y unos brazos compasivos te daban un rudimento de cariño. 

La idea de crear un lugar en Albacete que acogiera a los niños abandonados surgió a principios del siglo XIX y se materializó el 19 de julio de 1844. Desde  aquel momento, la casa de acogida para niños expósitos de la provincia fue el regazo de bebés desamparados y un refugio para mujeres embarazadas y paridas o como se decía entonces, el espacio «para salvar el honor de las madres». La Casa de Maternidad también disponía de sala de lactancia y salón para la instrucción de los niños. En el periódico La Adelfa, en septiembre de 1846, se contaba que encima de la puerta de la institución podía leerse: «Mis padres me abandonaron y Dios me recogió». 

Un salmo como bienvenida a un edificio de dos plantas, donde hasta sesenta niños y niñas convivían separados bajo la tutela de las Hermanas de la Caridad. El cronista, Pantaleón Urdiroz, describía así sus sensaciones: «Un sentimiento de dolorosa amargura y plácida y viva conmiseración se apodera a la vez del alma al penetrar en ese recinto que ofrece una expósita cuna a tantos infelices frutos de una unión clandestina o delincuente, lanzados sobre la tierra, para expiar en sí mismos un nuevo pecado original, la culpa y la desnaturalización de los autores de su vida». Según el Anuario Estadístico Español, en 1859, hasta 18.077 niños ingresaron en estas inclusas en España, de ellos 12.332 fallecieron. En muchos casos lo hacían fuera, al cuidado de las nodrizas contratadas. Con el tiempo, a principios del siglo XX, en Albacete se creó otra institución, La Gota de Leche, que vino a suplir esta necesidad alimentaria y a dar cobijo médico a madres lactantes. 

Si tenías la suerte de sobrevivir, a los tres años salías andando de la Casa de Maternidad y tus pies te llevaban a la Casa de la Misericordia. Pasabas de bebé a niño comiendo bacalao de Noruega, fideos y garbanzos de Castilla. De chiquillo a mozo, abrigándote  con mantas de Palencia y a base de buenos enjuagues con jabón duro de Úbeda. Si el viento soplaba a tu favor y sabías las cuatros letras, tal vez, entrabas de aprendiz en algún taller. O quizá, bien pronto comenzabas a ganarte la vida como jornalero, a expensas del tiempo, del vaivén de los precios y los sueldos. Pero si la cosa te iba mal,  pudiera ocurrirte que no te quedara más remedio que pedir. 

Condición antigua es la pobreza. El historiador Aurelio Pretel Marín, en su libro República y Comunidad de Chinchilla, editado por el IEA, ofrece algunas referencias sobre la caridad a finales del siglo XV y principios del XVI. Cuenta el medievalista que en algunas fiestas como San Juan de Mayo, en 1489, «se gastaron 20 arrobas de harina, 15 de vino, cuatro cargas de leña y 25 maravedís de agua» y comparte una anotación de la época: «para coçer la vianda de la caridad». En aquellos festejos se ofrecía comida a los pobres. La suerte en la vida también es invento añejo. 

Si tu destino seguía torcido y no te enredabas en alcohol o naipes, quizá podías recibir alguna limosna mientras mendigabas y pernoctar en el Hospital de la Caridad de Albacete. Desde 1602 estaba en funcionamiento y además de en la ciudad, existía en otros municipios de lo que hoy es la provincia. Decía Concepción Arenal, en 1870, «cuando se trata de provecho, es cuando los hombres hacen menos uso de su cordura y de su inteligencia». Esta frase la dejó escrita en el periódico que la gallega había fundado, La Voz de la Caridad. En diciembre de aquel año, se publicó un extenso artículo sobre la materia en Hellín. Y narraba su autor cómo siete personas caritativas cambiaron por completo la atención al desfavorecido. Así se relataba: «Existía en esa villa una antigua fundación de hospital de escasos y entorpecidos recursos. El edificio, aunque lóbrego y pestilente, subsistía. En él habitaban, como seres únicos connaturalizados con aquella atmósfera, una vieja andrajosa, un perro de lanas mugriento, un gato sucio y espantadizo y en un grande montón de estiércol que allí se acumulaba de las inmundicias de todas la vecindades». 

 

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