El coleccionista infinito

Maite Martínez Blanco
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La debilidad por los coches clásicos y el afán compilador del fabricante de perchas Saturnino Andrés Cano le llevaron a conformar una colección de 60 vehículos, entre los que hay un caza soviético, una avioneta y una locomotora abandonada polaca

Saturnino Andrés Cano enseña el motor de un Buick de carretas que está en pleno proceso de restauración. - Foto: José Miguel Esparcia

Nunca pensó el rey Miguel I de Rumania que su Cadillac 75 Imperial iba a acabar custodiado en Barrax. Este elegante e imponente vehículo, conocido como Carrillac, pues sirvió de coche blindado al dirigente comunista Santiago Carrillo, es la pieza más preciada y valiosa de la singular colección de Saturnino Andrés García, un hombre hecho a sí mismo, fabricante de perchas, que vuelca toda su pasión en el coleccionismo de los objetos más inverosímiles.

En el recorrido por este particular museo lo mismo se puede admirar el brillo de los vasos de cristal de Bohemia que se incluyen como extra de un coche de lujo como es un Rolls Royce, que rastrear el pasado de un oficial de las SS a través de sus uniformes aún etiquetados con su nombre o curiosear un coqueto baúl de viaje que perteneció a Juanito Valderrama, e incluso sumergirse en arcas repletas de escrituras antiguas, muchas de ellas en inglés, que se hallaron en una casa de los herederos de Mendizábal, sí, el ministro de la desamortización, que estuvo casado con una barrajeña.

A sus 82 años, la curiosidad de Saturnino parece infinita y no duda en hacerse con todo aquel objeto que le resulte curioso. Puede ser una campana, como la que se fracturó al caer de la iglesia de Barrax, su pueblo, o una locomotora abandonada en una vía muerta en Polonia, cerca de la aldea de Treblinka. Cuenta Saturnino su vida mientras recorre el coqueto e impoluto museo que ha creado en una nave, localizada entre su casa y su negocio. Recién salido del sanatorio de Los Llanos, donde estuvo dos años ingresado aquejado por una tuberculosis, Saturnino Andrés se vio empujado a buscarse la vida de lo que fuera, no era fácil, cuando se enteraban de que había sufrido el bacilo de Koch, prescindían de sus servicios. Así que montó su propio negocio.

Empezó en los años 60 fabricando perchas «porque hacían falta pocas máquinas», las 700 unidades que conseguían hacer en un día él y su hermano, las llevaba a la noche hasta Albacete en bicicleta para vendérselas a Aníbal Piqueras. Este es el germen de un negocio de fabricación que se amplió al sector del mueble, ya en manos de sus hijos, que llegó a tener un centenar de empleados.

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