El muro

Óscar del Hoyo (SPC)
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Alemania oriental era una cárcel de miseria donde la Stasi reprimía y depuraba a la disidencia sin contemplaciones

El muro - Foto: Ion Echeveste

Día gris. La niebla no acaba de levantar y el frío se mete entre los huesos. Un militar enciende un cigarrillo en el interior de una de las 300 torres de vigilancia que se ubican a lo largo de los 150 kilómetros de la mole de hormigón. Erika ha trazado un plan para que Peter Fechter y Helmut Hulbeik puedan llegar a la parte occidental. La idea es permanecer escondidos en un viejo taller de carpintería que se encuentra muy cerca del muro. Con el cambio de guardia, deben actuar rápido, salir por la ventana e intentar atravesar el corredor de la muerte sin ser vistos. Arriesgado pero factible.

Helmut es el primero en abandonar la nave y consigue su objetivo sin dificultad, pero, cuando Peter está a punto de alcanzar la cima de la enorme pared, el sonido de los disparos de los guardias rompe el silencio. Fechter, herido de muerte, cae por encima de la alambrada y se desploma sobre el asfalto de Berlín Occidental. El poder del pánico logra que nadie dé un paso para socorrerle. 

La Stasi vigila de cerca a Erika. Está en el punto de mira. La joven, marcada por el asesinato de su padre en la siniestra prisión de Hohenschönhausen, mantiene reuniones clandestinas con un nutrido grupo de compatriotas que no comulgan con las estrictas normas del régimen soviético. Desde la muerte de Peter, con tan solo 18 años, centra todos sus esfuerzos en ayudar a cruzar el muro a centenares de alemanes que quieren dejar atrás las miserias y las fuertes restricciones de la hoz y el martillo. Ella, sin embargo, tendrá que esperar. 

Túneles imposibles, falsificación de pasaportes, suplantaciones de la identidad de militares, sobornos, dobles fondos en vehículos e, incluso, globos aerostáticos que sobrevuelan la frontera con la complicidad de la noche... Cada vez resulta más complicado. Los tentáculos de la policía secreta llegan a todos los rincones y son muchos los que se quedan en el intento. Quizás jamás puedan cumplir su sueño. Las formas para tratar de pasar a la República Federal Alemana cambian, se hacen mucho más sofisticadas, pero el objetivo siempre es el mismo: abandonar esa cárcel de miseria, donde se reprime y se depura a la disidencia sin contemplaciones.

Los años pasan y una buena parte de la comunidad internacional comienza a reclamar la apertura de la frontera. La salida de más de 13.000 ciudadanos de la República Democrática Alemana (RDA) a Hungría en septiembre de 1989 -el éxodo total se cifra en torno a los 250.000 habitantes- supone un efecto dominó que propicia masivas movilizaciones de una población que, sin miedo al servicio secreto soviético, reclama cambios y, sobre todo, la libre circulación tras 30 años de aislamiento dentro de un mismo país que se había dividido en dos tras la Segunda Guerra Mundial. Liberalismo y comunismo jamás han estado tan cerca y al mismo tiempo tan lejos.

Erika participa en algunas de las manifestaciones que terminan por provocar la renuncia del mandatario de la RDA, Erich Honecker, acorralado por los acontecimientos. El movimiento es imparable y el 9 de noviembre de 1989 -hace justamente tres décadas- Günter Schabowski, portavoz del Politburó, anuncia en una rueda de prensa televisada que todas las restricciones han sido retiradas.

La noticia corre como la pólvora. Menos de un centenar de personas de la parte oriental se concentra en los puestos fronterizos. Con dudas, reclaman pasar al lado occidental, pero los militares, en un primer momento, no dan su brazo a torcer. El gentío continúa agolpándose con sus visados. Erika, que lleva más de cuatro años sin ver a su hermana y a su madre, no puede contener la emoción. Es como un sueño. Décadas de activismo clandestino para conseguir algo que casi alcanza a tocar con los dedos.

 El desconcierto es generalizado. La espera se hace eterna hasta que un oficial decide abrir la puerta. Los aplausos y las lágrimas se entremezclan. Todo el mundo quiere pasar. Las colas son interminables. El telón de acero se desmorona y muchos ciudadanos deciden subirse a un muro que ahora se resquebraja y que durante décadas ha separado a padres de hijos, a hermanos, a amigos... La misma frontera en la que perdió la vida Peter Fechter y en la que Erika, por fin, puede reencontrarse con los suyos.

El símbolo más conocido de la Guerra Fría pasó a la Historia y supuso el principio del fin de la Unión Soviética, pero, sin embargo, el lema de las multitudinarias movilizaciones que empujaron su caída -Nosotros somos el pueblo (Wir sind das Volk)- se ha convertido en un eslogan que la ultraderecha alemana utiliza 30 años después para tratar de levantar otro muro infranqueable contra la inmigración musulmana.