Vuelta al origen

M.H. (SPC)
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Aunque la producción industrial de pollo sigue siendo la más consumida, cada vez se aprecia más la carne de razas autóctonas criadas con métodos tradicionales

Vuelta al origen

La producción de pollos de engorde a escala industrial es algo relativamente reciente en la historia del hombre, si lo comparamos con el tiempo que llevan las gallinas domesticadas. Fue hace más o menos un siglo cuando se comenzó a plantear esa posibilidad y dos o tres décadas más tarde se comenzaron a extender las granjas intensivas que hoy conocemos, aunque evidentemente con unos niveles de seguridad alimentaria y bienestar animal muy inferior a los que existen hoy. En los primeros años se empleaban las razas ya existentes, pero los criadores se dieron cuenta de que se podían mejorar los rendimientos y se comenzó a investigar para conseguir una serie de mejoras genéticas a base de cruces que consiguieran dar con la variedad adecuada para la crianza en este tipo de plantas.

El broiler fue la solución. Esta raza se creó en Estado Unidos a primeros de la década de los 50 a partir de un cruce entre machos Cornish y hembras Barred Rock. Aunque aún no era lo que comemos ahora, ya se consiguió un animal de crecimiento más rápido y con muslos y pechugas mayores, es decir, proteína más barata de producir. Un estudio realizado en la Universidad de Alberta (Canadá) documentó la evolución al comparar pollos criados selectivamente en 1957, 1978 y 2005, encontrando que pollos con 56 días de vida tenían un peso promedio de 900 gramos en el año 1957, de 1,8 kilos en 1978, y de 4,2 en 2005. Y para comprobar la eficiencia de estos cambios baste saber que, en la actualidad, los ganaderos sólo necesitan 1,3 kilos de alimento para producir un kilo de pollo, una mejora sustancial si se compara con los 2,5 kilos de grano que eran necesarios en 1985.

Sin embargo, como ocurre con tantos otros aspectos de la vida en estos tiempos, el ser humano vuelve la vista atrás con nostalgia en lo que se refiere a la alimentación. Se critican los tomates de invernadero y las frutas maduradas en cámaras por su falta de sabor, se busca leche de vacas que se alimenten en pastizales, se paga más por verduras cultivadas de manera orgánica (que no es otra que la que se practicaba hace un siglo)… y se empieza a apreciar la diferencia entre un pollo y otro pollo.

El broiler que se encuentra habitualmente en las carnicerías y supermercados es un animal que apenas ha pasado el doble de tiempo fuera del cascarón que el que tardó en formarse el pollito dentro del huevo (20-21 días). Crecen a toda velocidad con una alimentación completamente controlada y su estructura muscular y ósea no es comparable a la de los pollos criados en semilibertad que, aparte del pienso que reciben, tienen oportunidad de picotear vegetales e invertebrados y que además son sacrificados habitualmente con más del doble de edad, a veces mucha más.

Estos últimos, los que se denominan normalmente pollos de corral (aunque esta denominación no esté recogida en la legislación vigente), suelen pertenecer además a razas diferentes al broiler, con un crecimiento bastante lento, por lo que la hora de matarlos la carne está «más hecha» y los huesos son más duros. El pollo habitual es sano, seguro y nutritivo, pero en el paladar no tiene nada que ver con el de corral. Y dado que, más allá de que la economía vaya y venga, la vida es en general mejor que hace un siglo, una buena parte de la sociedad occidental puede preocuparse no solo de comer, si no de comer lo que quiere, por lo que estos pollos de corral son más apreciados cada día.

Esto lleva aparejado, además, el resurgir de razas autóctonas que no se prestan a la cría intensiva y habían sido relegadas, pero que ahora se crían de nuevo en pequeñas explotaciones mucho más sostenibles que las granjas industriales, aunque eso complica a veces que lleguen a los grandes canales de mercado.

En un estadío intermedio entre el broiler y el de corral se puede encontrar el llamado pollo campero. De hecho, hay cuatro categorías de pollo campero según el tipo de crianza, clasificación que, en este caso sí, está recogida en la normativa. Dos de ellas, el llamado extensivo en interior y el campero, obligan a sacrificar al animal con al menos 56 días de edad, por los 42-45 que suele durar vivo uno industrial. Esta cifra asciende a los 81 días en el caso del campero tradicional y del campero criado en libertad, casi el doble. En las tres categorías que llevan la denominación de campero se obliga a proporcionar un determinada superficie de suelo al aire libre por animal (uno, dos y tres metros cuadrados respectivamente) y un 70% de cereales en la alimentación durante el periodo de engorde; y en las dos últimas los animales han de pertenecer a razas de crecimiento lento.