Orgullosas de su color

Ana Martínez
-

Las mujeres negras y mestizas se enfrentan a la cosificación o a la invisibilidad en el servicio público

Orgullosas de su color - Foto: Rubén Serrallé

Todas las mujeres, todos los derechos, todos los días. La revolución feminista ha puesto el foco en todas aquellas mujeres que vienen sufriendo una doble, triple, cuádruple, quíntuple…, en definitiva, varias discriminaciones no solo por su condición de género, sino por ser discapacitada, migrante, racializada, rural, madre…

Ser negra o mestiza en un país de blancos es relativamente fácil cuando eres joven y te ven con las gafas del exotismo y el erotismo, pero sumamente difícil cuando se van cumpliendo años y el color de tu piel y tu origen condiciona, limita y restringe tu acceso, especialmente, al mercado de trabajo.

«Yo creo que todo depende de tu actitud». Es el enérgico carácter y la alta autoestima de Nidia Barona, una colombiana de 43 años que trabajó en la Bolsa en Bélgica y recaló en Barcelona, donde conoció a su pareja, cuya familia tenía un negocio en Albacete. «Nos vinimos para acá y aunque soy contable, no busqué trabajo en oficinas; a mí me gusta mucho bailar y encontréempleo en gimnasios y academias de baile y, en mi caso, el color de mi piel y el estigma de la raza contribuyeron a que me pudiera mover muy fácil en este sector».

Aisha Tou Diallo reside desde hace 12 años en Albacete, con su marido y sus cuatro hijos: «Las madres del colegio critican que tenga tantos hijos, pero yo soy feliz así», cuenta una mujer que en su momento trabajó como traductora de francés y educadora en el desaparecido campamento de La Dehesa, un empleo para el que está sobradamente preparada aunque «para mí la educación de mis hijos es lo primero, sino puedo conciliar, no puedo trabajar».

Aisha es negra, musulmana y desde hace unos años lleva el hiyab. «Esta es mi raza y mi religión y estoy muy orgullosa de mi color», reivindica una nacida en Guinea Conakri a la que en alguna ocasión han acusado de recibir más ayudas públicas que los españoles por ser migrante: «Eso es mentira, mi marido trabaja en la construcción y lo único que hemos recibido es el carné de familia numerosa».

Su amiga Kadiatou Kamissko viajó desde Mali hasta Albacete por reagrupación familiar. Estudió Marketing y se quedó a un año de terminar Derecho, reforzó sus conocimientos en un curso de tres meses en Albacete y realizó las prácticas en un hipermercado de la ciudad, aunque a su término «no me cogieron». No quiere sospechar que fue por ser negra, a pesar de que su trabajo consistió en reponer productos en las estanterías del establecimiento comercial. «Cualquier persona puede hacer ese trabajo, independientemente del color de su piel, al igual que ser cajera, pero pocas cajeras negras vemos en Albacete».

Cajeras ninguna, y dependientas, depende del físico y de la edad. «Si eres mona, muy joven y tienes buen cuerpo hay franquicias que te contratan porque así le dan un punto de exotismo a la tienda», subraya Nidia. La cosificación de la mujer en estado puro.

Las historias de Noemí y Wilma, ambas integrantes de la Asociación Cultural de Residentes Bolivianos de Albacete (Resbolalba), se asemeja bastante a los obstáculos que sufren las mujeres migrantes latinoamericanas, limitadas a trabajar en las tareas domésticas, como cuidadoras o en la hostelería. «Soy empleada de hogar y me gusta mi trabajo, lo hago con cariño, porque me gustan los niños y las personas mayores», asegura Noemí Rafael Rodríguez, mujer de 40 años con 16 de residencia en Albacete, ciudad en la que se enamoró y tuvo a dos hijos. «Aquí formé mi familia y aquí trabajo por horas para poder compatibilizarlo con la atención a mis niños».

El 19 de enero de 2006, hace exactamente 14 años, Wilma Guarachi Garnica viajó de su Bolivia natal hasta España para tratar de solucionar los problemas económicos acumulados que, entre otras cosas, le impedían acceder a la universidad. «Me vine con la intención de trabajar aquí durante dos años, ahorrar y regresar a mi país para seguir estudiando». Sin embargo, durante ese periodo no logró atesorar lo que necesitaba porque «no cobraba mucho y tenía que mandar dinero a mis dos hijos». Como la mayoría de sus compatriotas exiliadas, Wilma solo ha tenido oportunidad de trabajar como empleada de hogar «por sueldos miserables».

«Cuando yo vine a España se necesitaba mucha mano de obra en cuidados, en el servicio doméstico, en la hostelería…, pero toda muy mal pagada, porque se aprovechan de nuestra necesidad», admite Wilma, que después de varias experiencias laborales tuvo la suerte de encontrar trabajo en el hogar de una familia «muy buena», que la acogió como «si fuese una hija más», regularizó su situación en este país y le permitió ir a ver a sus hijos a Bolivia.

Wilma ha podido estabilizar su vida en esta ciudad, tener una hija con el hombre que conoció aquí y traerse a su hijo mayor, de 22 años. «El recorrido ha sido muy duro, porque pierdes el cariño de tus hijos y cuando te reencuentras con ellos, tienes que volver a empezar; es muy grande el remordimiento por no haberlos criado ni haber estado con ellos en los peores momentos», lamenta esta joven boliviana.

Estas cuatro mujeres racializadas se confiesan feministas y animan a sus iguales a reivindicar la igualdad de oportunidades en todos los ámbitos de la vida. «Mi profesión me ha permitido que pasen por mí más de 1.000 mujeres y la gran mayoría tienen muy estructurada su vida, que no es otra que casarse, tener hijos y quedarse en su casa; son las mismas que luego dicen que las mujeres inmigrantes venimos a quitarles el trabajo», observa Nidia Barona, para quien la generación patriarcal y machista de este país está siendo «muy longeva».

«Nos falta sacudir el polvo que todavía hay debajo de la alfombra», coinciden las cuatro protagonistas de hoy, que recuerdan que en pleno siglo XXI ser ama de casa y cuidar a los hijos está infravalorado, cuando «nosotras trabajamos más que ellos».