Decía el etnomusicólogo y antropólogo social británico John Anthony Randoll Blacking que "hay tanta música en el mundo que es razonable suponer que la música, como el lenguaje y posiblemente la religión, es un rasgo específico de nuestra especie". Siendo una presencia tan fundamental para el ser humano, la música no puede quedar al margen de la política, afirmación que comparto con Carlos Vargas, Profesor de Filosofía con énfasis en Metafísica y Filosofía de la Educación en la Universidad Autónoma Nacional de México, autor de multitud de interesantes artículos donde trata la relación entre música y política, que aborda como un problema de interés filosófico. Por un lado, ya que lo político es algo dado por naturaleza, siguiendo la hipótesis aristotélica que concibe al ser humano como ser de la palabra y la razón, así como ser político, ontológicamente constitutivo de su identidad, se hace palpable que ahí donde haya humanos necesariamente habrá alguna forma política. Esto implica, según Vargas, que habrá siempre una conformación organizada, racional, que permita la convivencia de los individuos. Pero, por otro lado, la naturaleza de lo musical no acaba de mostrar cabalmente la fuerza de su presencia en los individuos. «Que la música sólo se considere un arte, por tanto, una producción del ser humano, no es suficiente para comprender el impacto que ella tiene sobre los hombres y mujeres y, consecuentemente, sobre la organización colectiva o política. La presencia de la música ejerce una fuerza inmarcesible en el ser humano. Esta fuerza, además, es inevitable y puede convertirse en algo desbordante, incontenible, furioso. Se trata, por tanto, de algo que puede rebasar los límites de la racionalidad al punto de disolver lo político. ¿En qué sentido pueden conciliarse el poder desbordante de la música con la organización racional de la política?».
El poder social de la música viene dejando huella en el orbe como hemos mencionado arriba con «el sistema» de Abreu, seguido vocacionalmente por personas que han dado su vida en la creencia de su función transformadora y que, además, la sienten como algo que nos afecta a todos, siendo capaz de elevar el nivel social y de definir el grado de afinidad y armonía que pueden devenir a un ente colectivo más o menos feliz y elevado.
Claudio Ptolomeo, nacido en el año 100 en Alejandría, conocido por sus estudios en astronomía, astrología, matemáticas, mecánica, óptica, geografía y teoría musical, dejó escrito en su Harmónica III que nuestra alma se compadece manifiestamente con la misma actividad melódica, como si reconociera el parentesco de las razones interválicas de su particular organización y fuera moldeada por ciertos movimientos propios de las características de la melodía, de forma que "unas veces es llevada a placeres y disipación, y otras a lamentaciones y recogimiento; unas veces es embotada y adormecida, y otras estimulada y despertada; unas veces se inclina a una cierta tranquilidad y serenidad, y otras al frenesí y al entusiasmo, al modular la misma melodía en cada ocasión de un modo u otro y arrastrar al alma a las disposiciones formadas de la semejanza con las razones interválicas.» También Pitágoras, cuando comprendió esto -afirma Ptolomeo-, aconsejaba ocuparse de la música y la agradable melodía al levantarse con la aurora».
El amanecer de una sociedad pasa, consecuentemente, por que el ámbito político logre emular la armonía propia de la realidad y del alma individual. Recordemos que la armonía es uno de los conceptos más importantes del pensamiento de Platón y de toda la cultura griega antigua en que se basa la nuestra.
A tiempo estamos de seguir batallando por combatir el analfabetismo musical de nuestra sociedad, tomando ejemplo del «sistema» y de logros como el que consiguió Paderewsky cuando, uno día como hoy, de 1919, fue confirmado por el Parlamento polaco como jefe del gobierno de un país tan admirablemente musical.