París y Elena, a un cuarto de milenio

Antonio Soria
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La ópera 'Paride ed Elena' de Gluck, la tercera y última de la refoma italiana del compositor alemán, se estrenó hace 250 años en el Burgtheater de Viena el 3 de noviembre de 1770

Juan Diego Florez interpretando a Gluck.

Como seguramente diría Fernando Argenta (acordémonos de cómo llamaba a Telemann el ‘hombre de la tele’) Gluck era un ‘hombre con suerte’, al menos en el apellido (es lo que significa en alemán Gluck: buenaventura, buena suerte, dicha...).

Hace una docena de días, nuestro compositor protagonista de hoy tuvo la dicha de que estrenar en el Burgtheater de Viena, hace 250 años, la tercera y última de sus óperas de reforma italianas, posterior a las populares Orfeo ed Euridice (1762) y Alceste (1767), con el título en italiano de Paride ed Elena y libreto de Ranieri Simone Francesco Maria de Calzabigi (1714-1795),  poeta, libretista, músico diletante italiano que  firmó asimismo las  dos anteriomente  mencionadas.

Gluck reflexionó durante largo tiempo sobre el problema fundamental de la forma y el contenido de la ópera cómica (o buffa) y la ópera seria, pues consideraba que se habían alejado demasiado de lo que realmente debería ser la ópera, y parecían antinaturales. 

Pensaba que la ópera buffa había perdido tiempo atrás su frescura original, con chistes decadentes y repetición estereotipada de los mismos personajes, mientras que la ópera seria se había convertido en un fósil donde el contenido carecía de interés y el canto se había arrojado a efectos superficiales que en muchos casos hacían irreconocible la melodía.

Gluck quiso devolver la ópera a sus orígenes, centrándose en el drama y las pasiones humanas y haciendo que las palabras y la música fueran de igual importancia, en un equilibro entre pasión y razón que no antepusiera la primera a la segunda y que dedicase la forma al servicio de la eficacia por expresar el contenido.  

La primera demostración de este ideario, tras un preludio más liviano con el ballet reformista Don Juan, fue Orfeo ed Euridice, donde Gluck trató de lograr, como en las dos óperas siguientes, una noble, neoclásica o ‘bella sencillez’, y donde consiguió su propósito de hacer que el drama de la obra fuera más importante que los cantantes estrella que la interpretaban, acabando con la sequedad del recitativo, evitando las oportunidades de improvisación o poder vocal, resistencia de fiato o demostraciones vanas de virtuosismo o agilidad suprimiendo las arias da capo.

la reforma.  En sus obras reformistas de la ópera italiana evita los melismas largos apostando por el predominio de una configuración silábica del texto que facilite la inteligibilidad de las palabras, reduciendo en general las repeticiones de texto dentro un aria, y teniendo a difuminar, en algún caso ostensiblemente, la diferencia entre recitativo y aria, con pasajes declamatorios y líricos, con menos recitativos y más acompañados en contraste al frecuente recitativo secco de la ópera italiana, y escribiendo líneas melódicas más simples y fluidas que contribuyen a dar mayor relevancia al contenido sobre una forma que, celosa de su belleza, no se aparta de él sino que, por otra parte,  contribuye a definirlo y enfatizarlo.

La reforma de Gluck fue posible gracias a coincidir en la capital austriaca con el conde Giacomo Durazzo, director del teatro de la corte y principal instigador de la reforma operística de Viena; el libretista Ranieri de 'Calzabigi, que quería acabar con el predominio de Metastasio en la ópera seria; el innovador coreógrafo Gasparo Angiolini; y por último, el castrato Gaetano Guadagni. 

Busquen para terminar esta lectura ‘Oh! del mio dolce ardor’ por Teresa Berganza. 

Una verdadera delicia de ‘bella sencillez’.