Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Guerras absurdas

20/12/2021

Cuando la mente de un ser humano tiene serrín en vez de sesos y el corazón alberga odio a raudales, los resultados suelen ser funestos. Utilizar las lenguas como instrumentos de combate es algo rayano en el absurdo, por no decir que lo supera. Lo del mito de Babel no se sostiene hoy día, y aún menos en un país como España que puede presumir de contar como medio de expresión junto al castellano, a otras lenguas derivadas del latín, como el gallego (desgajada del galaico-portugués) y el catalán y el valenciano, e incluso ese singular idioma que es el euskera, cuyos orígenes han hecho correr ríos de tinta.
De eso se tuvo constancia desde el Medioevo, cuando se utilizaba el latín como lengua vehicular, primero del clero, luego de los humanistas. Y sin embargo, lenguas como el gallego y catalán coexistían en armonía y concordia con el castellano. El caso de Alfonso X el Sabio es paradigmático. ¡Qué tiempos aquellos, Dios, en que España tenía ciudades como Toledo, en la que convivían fraternalmente cristianos, musulmanes y judíos! Fruto de aquella convivencia fue la célebre Escuela de Traductores de Toledo, maravillosa institución que hizo una labor intelectual clave de cara al Renacimiento.
Luego vinieron Torquemada y la Inquisición, la puñetera limpieza de sangre, los cristianos viejos, las persecuciones, los exilios, y, como dice Vargas Llosa, el momento en que todo se jodió, con el enfrentamiento entre el yo y el otro (lo que no es como yo). Castilla, convencida de su misión mesiánica, se olvidó de la singularidad del otro y, después de expulsar a los judíos, asumió su fanatismo, su intransigencia y su intolerancia; mal que bien no obstante, llevó a América su modelo de vida y de espiritualidad, unido a una lengua, el castellano, que permitió que pueblos tan alejados como Méjico y Chile tuvieran algo tan esencial en común. Para bien, o para mal, fue una labor gigantesca, que, de alguna forma, proseguía la de griegos y romanos.
Cataluña, imbuida del espíritu fenicio, recorrió los mares, negoció con quienes le salían al paso y jamás se preocuparon por 'colonizar', como lo hicieron los castellanos, los portugueses y, después, los ingleses. Los catalanes fueron los holandeses de España, y mientras Castilla le abrió mercados, todo fue miel sobre hojuelas. Pero, cuando perdimos, en 1898, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, nos volvimos los malos de la película. Y, como para entonces los malditos nacionalismos habían empezado a hacer sangre, un sector importante de su población inició su propia cruzada, haciendo de la lengua catalana su bandera.
El tremendo error de la dictadura franquista imponiendo el castellano y persiguiendo al catalán, es lo que tanto a los pujolistas como a los republicanos les dio pie para hacer alarde de un victimismo absurdo, que ha degenerado en una Cataluña escindida en que unos cientos de miles de ultranacionalistas imponen a diario su ley, y ¡ay! de quien se atreve a contravenirla como esa humilde familia de fruteros de Canet del Mar, que, por el simple hecho de acogerse a su derecho de pedir que su hijo recibiera en castellano un 25% de la enseñanza recibida, ha quedado marcada, como los judíos en tiempos de los nazis.
Porque el delito de este niño y de esa familia no es que hayan atentado contra la sacrosanta 'inmersión lingüística', sino que hayan hecho alarde de un españolismo que despierta un odio profundo en ese sector independentista que intenta forjar su propia utopía con una intransigencia bastante peor que la de Franco. Y es que, para su propia desesperación, ven cómo, pese a sus imposiciones, son legión los que siguen utilizando el castellano fuera de las aulas, escuchando las emisoras en castellano, viendo las cadenas de televisión madrileñas y leyendo libros en castellano. Lo que se mete por la puerta a la fuerza, acaba saliendo furtivamente por la ventana. El problema, sin embargo, es el odio que a diario se siembra, y que sólo Dios sabe por dónde saldrá.

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