Sudaneses en el limbo

Javier Villahizán (SPC)
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Más de 160.000 refugiados viven hacinados en un campo repleto de toldos en la región del Nilo Blanco, sin más patria que la esperanza de volver un día a un país en el que abandonaron todo: tierra, casa y trabajo

Un niño es atendido en el nuevo hospital de MSF en el campamento. - Foto: MSF

El campo de refugiados de Al Kashafa en la región del Nilo Blanco, en Sudán, no es precisamente un lugar apto para estómagos sensibles y mentes acomodadas. 

Con más de 160.000 exiliados del vecino Sudán del Sur, una población cercana a la ciudad de Santander, el campamento del Nilo Blanco es como una ciudad amontonada de toldos, telas y tiendas de campaña con el sello de Acnur. Allí, la tierra, la basura y el barro son pasto común de unas angostas calles repletas de mujeres que cocinan, niños que juegan con una pelota hecha de plásticos y hombres que solo esperan. Una espera que ya se alarga más de cinco años con la única ilusión de poder regresar a su casa, a Sudán del Sur y volver a vivir en paz. 

Sin embargo, el conflicto del vecino austral no termina de solucionarse y a pesar de los intentos para lograr una conciliación definitiva entre los contendientes de la guerra civil, el país sigue suminido en el caos, el pillaje y el éxodo de millones de sursudaneses. Aproximadamente 2,2 millones de refugiados de Sudán del Sur viven actualmente desplazados por la fuerza en países vecinos. Según Naciones Unidas, el vecino del norte alberga a día de hoy 861.000 refugiados, mientras el estado del Nilo Blanco acoge a 248.000 exiliados, de los cuales 162.000 viven en Al Kashafa.

Época de lluvias en el campo de exiliados.Época de lluvias en el campo de exiliados. - Foto: msfLa vida en el campamento es como vivir una pesadilla que no termina nunca, con la única esperanza de seguir vivo. No hay letrinas para todos, la comida escasea, la electricidad brilla por su ausencia y la disponibilidad de agua potable es de siete litros por persona y día. En estas condiciones, la situación higiénica y de salubridad de las persona y del campo conduce, irremediablemente, a enfermedades, parásitos, infecciones y miseria.

Médicos sin Fronteras (MSF), una de las organizaciones humanitarias más solventes del mundo, se ha hecho un hueco en ese desastre y abrió el pasado diciembre un nuevo hospital permanente para salvar vidas. Más de 200 sanitarios, entre personal médico y administrativo, luchan a diario con enfermedades que se han convertido en habituales en esa zona, como son paludismo, desnutrición, tuberculosis y diarrea.

«En 2017, vine a Nilo Blanco con 18 miembros de mi familia debido a la guerra. Nos llevó un mes llegar a Sudán a pie. Fue difícil y algunos de nuestros niños pequeños murieron en el camino porque no había suficiente comida y agua, y por la exposición al sol», recuerda JuliaOdok, de tan solo 24 años.

Un pequeño juega en la zona fronteriza con Sudán del Sur.Un pequeño juega en la zona fronteriza con Sudán del Sur. - Foto: MSFLos testimonios de los miles de refugiados que se hacinan en Al Kashafa son todos igual de dramáticos. La guerra civil que ha asolado Sudán del Sur en la última década ha dejado un país roto y una población que no tiene más opción que huir.

«La mayoría preferimos quedarnos por ahora en Sudán. Algunas personas piensan que el proceso de paz está trayendo algo de estabilidad e intentan regresar a sus lugares de origen, pero la mayor parte se queda. Espero que nuestros líderes puedan sentarse juntos en Juba y formar un Gobierno. Cuando eso ocurra, la gente lo vera, y entonces, muchos decidirán regresar», afirma resignado Butrus Kwathi, de 39 años.

En los campos, los refugiados solo reciben cuatro tipos de alimentos: sorgo, unas pocas lentejas, con suerte, aceite y sal. Esta dieta no es suficiente para satisfacer las necesidades de una población que lejos de disminuir, aumenta, puesto que todos esos productos no aportan las suficientes vitaminas y minerales, solo carbohidratos. Una de las consecuencias de esa precaridad es el elevado número de niños con desnutrición severa. 

«La vida es difícil. No tenemos nada, no tenemos casa, ni dinero ni trabajo. Lo único que puedes hacer es sentarte y esperar», explica Julia Odok, una refugiada procedente del sur de Malakal. El más pequeño de sus dos hijos se llama Emmanuel, tiene tres años y sufre desnutrición aguda severa.

Fruto de esa extrema precariedad, las enfermedades campan a sus anchas en estas poblaciones débiles y mal alimentadas. La malaria, el cólera, la tuberculosis y el VIH son moneda común en un campamento que espera, aún sin éxito, el regreso de sus refugiados a sus lugares de origen. La situación se complica más si cabe en la llamada brecha del hambre, durante la época de lluvias -de junio a septiembre-; es en ese período cuando el campo se convierte en un barrizal y las cosechas escasean, por lo que los casos de desnutrición sufren entonces picos estacionales.

A pesar de estas dificultades, incluso de aquellas más graves, los refugiados son personas que no tiran la toalla, no se desaniman. Están hechos de una pasta diferente, les sobra energía, resistencia e ilusión por seguir adelante... y siempre con una sonrisa sincera y abierta a aquel que le tiende la mano y le ayuda.