Personajes con historia - Álvar Núñez

Cabeza de vaca


El primer gran caminante de América. Conquistador, esclavo, gran chamán y defensor de los indígenas

Antonio Pérez Henares - 01/03/2021

Álvar Núñez Cabeza de Vaca nació en Jerez de la Frontera (Cádiz) en 1488 de familia hidalga. Hijo de Francisco de Vera y Teresa Cabeza de Vaca, quedo huérfano de ambos muy niño y fue criado por su abuela y su tía, del linaje de los Cabeza de Vaca. Su abuelo paterno fue Pedro de Vera, conquistador y gobernador de Gran Canaria, caído después en desgracia por prestar apoyo a la terrible represión de la bellísima y cruel Beatriz de Bobadilla, amante del rey Católico y de Cristóbal Colón, en la Gomera y por esclavizar y comerciar con los nativos. Su tío, casado con otra Cabeza de Vaca, fue Pedro de Estopiñán, conquistador de Melilla, y que nombrado Adelantado para las Indias por los reyes, no llegó a tomar posesión al morir antes de embarcar. Álvar lo admiró siempre y sus primos fueron como hermanos para él.

Desde muy joven mostró inteligencia, ansias de saber y gusto por las letras. Emprendió la carrera de las armas y marchó a Italia en 1511. Su bautismo de fuego tuvo lugar en la batalla de Rávena, perdida por la coalición de la que España formaba parte, pero donde la infantería española dio muerte al jefe francés, el Conde de Foix y pudo replegarse con orden para un tiempo después tomarse la revancha y ganar la guerra. Cabeza de Vaca, ya con el rango de alférez, sentó plaza en el gran fuerte de La Gaeta, llave de Nápoles.

Vuelto a su Andalucía natal, entró al servicio de los duques de Medina Sidonia, formó parte de las tropas realistas contra los comuneros participando en la toma de Tordesillas y en la victoria definitiva de Villalar, donde asistió a la decapitación de los líderes comuneros.

En el palacio de los duques se vio envuelto en un asunto que a punto estuvo de ponerlo en manos de la Inquisición. El tercer duque había casado con una nieta de Fernando el Católico, Ana de Aragón, hija de su primogénito, antes de casar con Isabel, y uno de los muchos de tal condición que procreó, al que hizo arzobispo de Zaragoza y que tampoco guardó castidad sacerdotal alguna. El problema surgió por la inapetencia carnal del duque y su incapacidad de consumar la coyunda marital. Se les ocurrió a los hermanos del duque animarlo con algunas profesionales del placer acarreadas de la mancebía sevillana y que, tras calentarlo, se encendiera con la duquesa. Pero no hubo forma y sí mucho desenfreno, pues lo que el duque despreció aprovecharon otros y llegado a oídos clericales, Álvar, considerado muñidor de la jugada, estuvo a punto de pagar por todo. El pequeño de los Medina Sidonia lo libró del trance. 

La cosa tuvo un curioso final. La desgana conyugal fue llevada ante el mismísimo emperador Carlos y este le expropió el titulo al duque por «mentecato e impotente», la iglesia decretó la nulidad del matrimonio y su hermano se quedó con el titulo y la mujer, pues se casó de inmediato con ella y esta vez la nieta de don Fernando ya tuvo al fin descendencia ducal.

Núñez soñaba con embarcar para América y lo consiguió como segundo en la escuadra de Pánfilo de Narváez, que iba a la conquista y población de la Tierra Florida, descubierta por Ponce de León, que había allí encontrado la muerte a causa de una flecha envenenada. Don Pánfilo era aquel que, enviado por el gobernador de Cuba, Velázquez, quiso detener a Cortés, para entonces ya en Tenochtitlan. Este dejó la capital, se presentó ante el campamento de Narváez, que triplicaba sus efectivos, lanzó un ataque fulgurante, lo derrotó en un verbo, gran parte de sus tropas se pasaron a su bando, y a Pánfilo le quebraron un ojo en el combate. 

La flota hacia la Florida contaba con cinco naves y más de 600 almas. Narváez volvió a demostrar desde el principio su incapacidad para el mando. En Santo Domingo, se demoró tanto que le desertaron más de 100. Y cuando repuso alguno y llegó al destino se adentro en la floresta, contra el criterio de Cabeza de Vaca, sin intérpretes y sin tener idea de donde iba. Para colmo ordenó a las naos que se fueran en busca de un puerto cristiano, que tampoco sabían donde estaba y que no los esperaran. Álvar sentenció que de hacerlo «ni el gobernador volvería a ver los barcos, ni los de las naos volverían a verlos a ellos». Narváez le insultó insinuando que sus reparos eran por cobardía, que no fuera de la partida y ofreciéndole el mando de los bergantines a lo que el jerezano contesto con indignación, exigiendo no solo ir, sino encabezar las entradas en los poblados indígenas y los combates.

 Pánfilo de Narváez quería a toda costa emular a Cortés y encontrar urbes de grandes palacios y un imperio que conquistar. Lo que halló fueron pueblos de miserables, selvas impenetrables, ciénagas, pantanos y los terribles flecheros semínolas que como sombras les combatieron. Álvar, de quien Pánfilo había sugerido cobardía, fue quien encabezó las entradas y la resistencia y finalmente la decisión de buscar de nuevo el mar, construir unas barcas e intentar sobrevivir costeando.

Se fueron comiendo los caballos que les quedaban y, sacrificado el último, embarcaron. Botaron cinco embarcaciones en las que se apretaron casi 250 hombres. Pasando hambre y sufriendo sed, llegaron a la desembocadura del Misissipi.

Narváez renunciando ya a cualquier autoridad vino a decir el ¡sálvese quien pueda! y las cinco barcas se dispersaron. De la de Pánfilo y otras dos no quedó nadie con vida. La de Cabeza de Vaca llegó a la isla de Mal Hado, hoy Galveston, donde naufragaron perdiendo todas sus armas. Allí hallaron a la de los capitanes Castillo y Dorantes y todos acabaron en manos de los indios, que los esclavizaron. El infierno fue atroz y de los cerca de 90 que había arribado tan solo quedaron 16. Hubo hasta casos de canibalismo y los indios los iban a matar a todos porque ellos estaban muriendo también, pero Álvar logró convencerlos de que no lo hicieran.

Cabeza de Vaca empezó a tener fama de sanador y le dieron cierta libertad de movimiento. Se hizo buhonero e iba de tribu en tribu con baratijas que él mismo fabricaba e imponiendo las manos a los enfermos mientras rezaba. Pasaron años así y el maltrato, el hambre o directamente a lanzazos de sus captores, los españoles fueron muriendo hasta solo quedar tres, que fue a los únicos que Álvar pudo localizar vivos cuando entendió que la única esperanza era huir y comenzar a caminar hacia el oeste al encuentro de los españoles. Los capitanes Castillo y Dorantes y el negro Estebanico, criado de este último. 

Su mayor apoyo y mejor amigo había sido el capitán salmantino Alfonso del Castillo y Maldonado. Este segundo apellido me puso sobre la pista de su condición y de su marcha a América, de la que no quiso regresar nunca. Tan solo lo hizo una vez y fugazmente para reclamar una herencia, pues le habían dado por muerto. Para mí tengo que era de la ilustre familia comunera de Francisco Maldonado, ajusticiado en Villalar, y su primo Pedro, que se salvó aquel día pues estaba casado con la sobrina del conde de Benavente, jefe de las tropas realistas. Pero al año fue decapitado también y está documentado que Castillo Maldonado pertenecía también a la pequeña nobleza salmantina. Así que verde y con asas. Era familia muy directa de los líderes ajusticiados y no tenía gana alguna de volver a su tierra.

Una increíble travesía

Los cuatro supervivientes iniciaron una increíble travesía y el prestigio de Cabeza de Vaca y el conocimiento de las lenguas que había aprendido y su carisma le permitieron seguir avanzando y salir de las selvas para ir ya al territorio de las praderas, donde dieron con los sioux y los comanches y vieron los búfalos a los que bautizó como vacas corcovadas, al recordarle a las vacas moriscas de su Jerez. Álvar alcanzó el prestigio de Gran Chamán, sobre todo, tras salvarle la vida al hijo de un jefe y extraerle una punta de flecha en una delicada operación. Sus tiempos y experiencia de soldado le fueron muy útiles. A partir de ahí, las tribus se disputaban su cercanía y los acompañaban hasta el territorio de la vecina a la que solo se lo entregaban a cambio de grandes regalos.

Cabeza de Vaca y los suyos lograron al fin dar con indios que ya vivían en casas de asiento, los pueblos, y llegaron incluso a una población de cierto empaque Paquimé (Casas Grandes) rodeada de fértiles cultivos de regadío que luego daría lugar al mito de las Siete Ciudades de Cíbola. A Álvar le sorprendió la organización, convivencia y nivel de civilización de aquellas gentes y dejó escrito que de saber tratarlos como merecían serían «los mejores cristianos y súbditos de su majestad».

Llegaron los cuatro a la costa Pacífica tras descender de la Sierra Madre por la Barranca del Cobre y allí dieron al fin con la huella de los cristianos. Habían tardado nueve años. No tardaron en encontrarlos y el disgusto fue total. Eran tropas del Gobernador de Guadajalara (México) Nuño Beltrán de Guzmán, que solo tenía como objetivo el herrara todos cuantos pudiera y venderlos como esclavos. Eso quisieron hacer con los cientos que seguían a Cabeza de Vaca, a los que este defendió con fiereza y se produjo un enfrentamiento con los recién llegados, que acabaron por sentirse prisioneros de sus compatriotas. Finalmente, el alcalde castellano de Culiacán, Melchor Díaz, los acogió y, sabedor de que Beltrán de Guzmán estaba en clara rebeldía contra las leyes de la corona, que prohibían estas practicas tajantemente tras la orden dada por Isabel la Católica, y cada vez más enfrentado al virrey Antonio de Mendoza y al de nuevo regresado a México, el propio Hernán Cortes, les dio el mejor de los tratos y ayudo a los indios a librarse de los hombres de Guzmán. Álvar convenció a los caciques de que pusieran en las puertas de sus poblados una cruz y así no podrían de ellos decir que estaban alzados y cautivarles, que era la trampa.

Los cuatro supervivientes llegaron al fin a Guadalajara, fundada por el alcarreño Beltrán de Guzmán, que los recibió bien y los despachó hacía Ciudad de México. Su camino ya tuvo otro color aclamados por las gentes que comenzaban a saber de su epopeya. En la ciudad los recibió el Virrey Mendoza, hijo del Gran Tendilla, primer alcaide de Granada y Capitán General del conquistado reino nazarí y también por Hernán Cortés, quienes los agasajaron y el día de Santiago invitaron al palco presidencial de la corrida de toros con que se celebraba al patrón de España.

Las malas artes de don Nuño no tardarían en tener castigo. Detenido, juzgado y condenado fue conducido a España encadenado y allí murió preso en Torrejón de Velasco. 

Álvar también regresó y lo hizo con un libro, Naufragios, escrito sobre su aventura. Le dio gran fama y el rey lo llamó a su presencia. Al cabo, le otorgaría el cargo de adelantado del Mar de la Plata y su Gobernación. Aquel sería su segundo viaje en el que descubrió las cataratas de Iguazú.

Su defensa de los indígenas guaraníes contra los atropellos de los capitanes allí establecidos acabó dando con Cabeza de Vaca apresado y enviado a España con cargos en su contra. Hubo de pelear por su inocencia y, tras algún contratiempo, el nuevo rey Felipe II restableció su honor y le concedió alguna renta, pues de todo había salido pobre de solemnidad. Según algunas fuentes, falleció en Valladolid, en 1559. El Inca Garcilaso afirma: «Murió en Valladolid, apelando al Consejo de Indias, con el propósito de ver restablecido su honor y sus bienes que le fueron confiscados cuando fue apresado en Asunción» y se le da por enterrado en el convento de Santa Isabel. Pero Felipe II ya le había restituido honra, levantado un destierro a Orán adonde nunca fue y dado una pequeña compensación económica. Otras anotaciones documentales señalan que profesó de monje -la palabra que más se repite en su libro, cerca de 200 veces, es Dios- y que murió, puede que como prior, en un convento de su Jerez natal «manso, derrotado y solo».