La situación ha llegado a un punto límite, y ya sabe usted que odio ponerme apocalíptico. La apertura del año judicial, con nada menos que el presidente del gobierno de los jueces y del Tribunal Supremo amenazando, ante el rostro inquieto del Rey, con dimitir si el bloqueo a la justicia sigue, fue de aurora boreal. El 'cara a cara' en el Senado entre el presidente del Gobierno y el líder de la oposición, un auténtico desastre parlamentario. Las peleas ya casi sin disimulo entre ministros por ver quién ofrece mejores soluciones para 'topar' --horrible palabro-- los precios, una quiebra de grueso calibre en el Ejecutivo. Para colmo, el desconcierto patente en la oposición ante la 'ofensiva' gubernamental contra ella resulta preocupante, porque esa oposición es, por definición, la alternativa.
Urge una reacción seria, serena y contundente. Una toma de posición común de quienes se llaman --y son-- nuestros representantes, entendiendo que el sistema necesita reforzarse, si es que no refundarse. Es inaudita la bronca pública --ya digo, ante el jefe del Estado-- de Lesmes, el hombre que encarna hoy el poder judicial, a los dos personajes más significativos de la política española, incapaces, al parecer, de entenderse. Es obvio que hay que volver a una concertación social que elimine de una vez las lanzadas entre patronal y sindicatos (y Gobierno; no olvidemos que los pactos de La Moncloa tuvieron, además del económico, un importante alcance político), entre Ejecutivo y Judicial, con un Parlamento que parece ensimismado en sus propios, lejanos, pensamientos.
No puede ser que la justicia esté como está. No puede ser que el Parlamento represente cada vez más ficticiamente en sus escaños una situación que, si hubiese hoy elecciones, distaría bastante de la actual. No puede ser que algún/a ministro/a celoso/a del protagonismo adquirido por otro miembro del Gobierno, pongamos una vicepresidenta, dé la sensación de que el ejecutivo está en una parálisis propia del ejército de Pancho Villa. Para nada conviene la actitud estática -y hasta estatuaria- del líder de la oposición, que me parece que ya sabe que no todo es sobrepasar a sus rivales en las encuestas, porque, de aquí a las elecciones, falta mucho tramo por recorrer. Y en ese recorrido pueden pasar, van a pasar, muchas cosas, no todas, temo, ejemplares ni agradables.
Y quizá eso sea lo malo, que falta mucho para las elecciones. Si el presidente del Gobierno no es capaz de convocar a La Moncloa, convertida ya en escenario de mítines, al líder de la oposición, y este no puede o no quiere exigírselo con contundencia para llegar a los acuerdos de nación imprescindibles, más vale que el señor Sánchez clausure las Cámaras y convoque cuanto antes unas elecciones generales, tal vez coincidiendo con las municipales y autonómicas de mayo. Poniendo así fin a este espanto, a esta especie de 'macroprecampaña' de apuñalamientos que impide cualquier avance en la buena dirección.
Todo, incluyendo cuestiones tan importantes como el diálogo con el Govern catalán, las restricciones energéticas o un 'pacto del agua', sin hablar de la política exterior o educativa, depende de que dos personas se entiendan. De que alguien recuerde a aquel gran patriota que se llamó Adolfo Suárez, capaz de dar la vuelta como un calcetín al Estado autoritario para convertirlo, mediante el diálogo, en una democracia en apenas once meses. Claro que aquellos eran otros talantes políticos y otra coyuntura. Se han querido cargar el 'espíritu del 78' -estos días lo vamos a rememorar-- sin siquiera haber sido capaces de haber igualado sus mejores logros. Y el 'espíritu de 2022' es, simplemente, una birria que a veces hasta abochorna. Siento decirlo así, pero creo que el papel de los medios es, debería ser, ahora más que nunca ante la tormenta perfecta que nos viene, crítico.