Editorial

Una España replegada frente a un conflicto de proximidad

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El estallido de la guerra entre Israel y Hamás amenaza con quebrar la siempre frágil convivencia en Oriente Próximo, una de las regiones mundiales más complejas. El alcance del episodio bélico que desató el ataque terrorista de Hamás el pasado 7 de octubre se adivina impredecible. La posibilidad de que nuevos actores se adentren en el conflicto se adivina tan verosímil como probable.

La respuesta de España a la grave escalada que se vive en la ribera oriental del Mediterráneo invoca el derecho de Israel a defenderse, apuesta por el reconocimiento del Estado palestino y apela al humanitarismo en la franja de Gaza. El mensaje de Madrid reproduce las coordenadas que, sin apenas disonancia, se han escuchado en Bruselas y en el conjunto de las cancillerías de los diferentes países de la Unión Europea.

Sin embargo, dentro del Gobierno español, aún en funciones, se observan dos enfoques bien diferenciados. La parte socialista, mayoritaria, condena sin ambages los actos de Hamás sin menoscabo de una deseada Palestina soberana e independiente. Por su parte, la cuota vinculada a Podemos y Sumar tiende a responsabilizar a Israel, obviando tanto el carácter terrorista de Hamás (o Hezbolá) como la influencia que el régimen teocrático de Irán ejerce en terceros países a través de estas organizaciones satélite.

Oriente Próximo es una de las áreas estratégicas de la política exterior española, una zona que integra la triada de espacios prioritarios junto a la Unión Europea e Iberoamérica. La «tradicional amistad» entre España y los países árabes, una realidad que ayudó a solidificar el forzoso aislamiento internacional al que el país fue sometido durante el franquismo propició un tardío reconocimiento de Madrid al Estado judío en 1986. Cinco años más tarde, la capital española acogió una cumbre de paz para impulsar el proceso de paz entre Israel y sus vecinos árabes, un cónclave auspiciado por Estados Unidos.

En aquellos años, la diplomacia española emergía como una de las más respetadas. La vocación multilateral y los esfuerzos en favor de la cooperación disparaban el prestigio de una sociedad que se había modernizado en pocos años y podía exportar su experiencia a los países en vías de desarrollo. El poder blando de España era eficaz y refulgente.

Pero nuestro peso exterior ha menguado en las dos últimas décadas. El repliegue del país en el concierto internacional parece provocado por el escaso atractivo de sus líderes ante terceros (más allá del comunitario Josep Borrell), y la falta de una mirada larga sobre cómo debe ser el mundo del futuro y con qué aliados -y bajo qué políticas- debe fraguarse.