Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El Zahorí

07/05/2023

Yo, cuando era adolescente, tuve un amigo en Hellín, que era zahorí, como el protagonista de El Sur de Adelaida García Morales. Se llamaba don Ricardo y, merced a su ciencia, había hecho de antiguos secarrales huertas feraces por toda la comarca. Era un hombre sabio. Cuando por primera vez oí hablar de Sócrates lo identifiqué con él. Además de sabio, era filántropo y, sobre todo, amante de la naturaleza 
Don Ricardo, a la sazón, era un hombre jubilado que disfrutaba paseando a sus dos nietos y a mí, íntimo del mayor, en su Rolls Royce inmaculado, negro brillante como el charol, y limpio como una patena. La diferencia de edad no impedía que nuestra relación fuera fraternal. Desde que perdiera a su esposa, tenía su coche, con el que, más que viajar, daba frecuentes paseos vespertinos desde su noble mansión, en la salida de la antigua carretera de Murcia, en Hellín, por todo el amplio espectro de valles: Minateda, Cancarix, Agramón, El Azaraque.
Era un hombre ocurrente. Solía compararse con el gran Pierre Chardin, célebre pintor galo de bodegones, que se jactaba de sedentario en grado sumo; el viaje más largo que hizo en su vida fue de París a Fontainebleau (unos quince kilómetros), demostrando a la posteridad que, para ser un genio, no hace falta ser presa de la manía ambulatoria. Don Ricardo, como no era pintor, tenía que buscar sus propios paisajes y, para él, nada como las puestas de sol en el Tolmo de Minateda.
Solía contar, con todo lujo de detalles, la tarde en que muchos, pero que muchos años antes, en los felices veinte, recién adquirido el Rolls, cerca de Cieza se encontró con otro Rolls flamante, varado al borde de la carretera, frecuentada únicamente por las águilas y algún que otro jabalí. Don Ricardo se detuvo. El caballero, bastante atribulado, iba con una dama elegante y bellísima, a la que de inmediato reconoció: era la reina doña Victoria Eugenia. Don Alfonso, con gorra de cuero, guantes de cabritilla y gafas de automovilista, no le resultó difícil de reconocer. Se disponía a ofrecerles su automóvil en caso de que estuvieran averiados, pero el problema era trivial: algo impedía a don Alfonso subir la capota, justo en el momento en que una tormenta inoportuna hacía irrupción por levante. Don Ricardo aparcó, saludó cortésmente y, en un instante, les resolvió el problema. Antes de despedirse, el rey le entregó su tarjeta de visita con el ruego de que en la primera ocasión que se le presentara les rindiera visita en el Palacio Real. Don Ricardo conservó durante años la tarjeta y el tibio aroma de la reina.
Así era este ilustre zahorí, cuyo hijo, casado con una ilustre dama italiana, Dulce Celia Martinelli, marchó a Brasil, a mediados de los sesenta, con la intención de rehacer su menguada fortuna; volvió cuatro o cinco años más tarde y, con lo que trajo, construyó un restaurante y una gasolinera junto a la hermosa mansión, adornada por doquier de flores, con piscina, y en la que jugábamos los niños bajo la acariciadora mirada de doña Dulce Celia de Contreras Martinelli, que, como Penélope, tejía y tejía.
Luego, aplacados los calores, sacaba don Ricardo su Rolls y nos invitaba a subir. El camino lo sabíamos de memoria. Pero de repente oíamos su discurso, contundente, lapidario que a mí se me quedaba grabado a fuego en la memoria. «Malos tiempos se avecinan para la madre tierra, hijos míos –dijo en cierta ocasión, con voz profética, mientras contemplábamos, absortos, una esplendorosa puesta de sol–. El vulgo lo ignora, como casi todo; pero vosotros debéis saber que vivimos sobre la dura piel de un dragón plácidamente dormido. El día en que seamos lo bastante necios para despertarlo, será el fin, porque se hundirá en el mar y todo habrá acabado. A eso nos está llevando el plan de vida impuesto por los dos grandes países vencedores de la guerra: el retorno a la barbarie. El problema es ver hasta dónde alcanza la paciencia del dragón».
Don  Ricardo murió; de la noble mansión no queda más que algún que otro vestigio; el Rolls voló al cielo en medio de una nube dorada, pero el dragón está cada vez más nervioso y todo amenaza ruina. Necesitamos, que diría mi viejo amigo Enrique Cantos, un nuevo Mozart o, al menos, otro sublime Bach, para restañar tanta herida.