Órdago

J.F.R.P.
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«La práctica del mus está muy extendida en España»

Fotografía de archivo de un campeonato de mus. - Foto: D.C.

En el Imperio Español se extendió, entre otras muchas actividades, el juego de cartas, por supuesto, con la baraja española. Sus modalidades suponían, como ahora, un entretenimiento perfecto para pasar el rato y, también, para ganar y perder dinero. El envite suele ser un modo de retar al contrario con distintas intensidades en esa refriega de memoria, talento y mentira que caracteriza alguno de esos lances. 

El farol representa la chulería de quien aparenta mejor combinación para conseguir el repliegue o redición del oponente. Nuestro vocabulario ha ido incorporando acepciones de esas contiendas con naipes ajustándolas al comportamiento social. El escenario de las apariencias no deja de ser el modo de afrontar determinadas situaciones, que reciben el aplauso o el desdén ajeno. También, porque de eso se trata, en la contienda política irrumpen con vigor toda una serie de jugadas vinculadas al envite, donde el tahúr tiene ventaja sobre esos cándidos contrincantes empeñados en regalar lealtad cumpliendo las normas. Cuando son varios los que confrontan descaro, la deriva de una partida de cartas puede resultar especialmente dolorosa. Habría mucho que contar sobre qué se ha podido apostar en determinados tapetes patrios. Algunas partidas se cargan de maldad por quienes se entretienen en la perversa práctica de envenenar las relaciones humanas. Una buena parte de la población ha competido con naipes sobre una mesa, en muchos casos para divertirse, en otros para jugarse el futuro de su hacienda o la vida. No faltará quien trate de buscar similitudes entre el sano divertimento de un tute con el enfrentamiento ideológico. 

La práctica del mus está muy extendida en España. Cualquiera que haya vivido en Madrid debería saber que ese juego está muy arraigado en sus mesas, aunque su denominación, dicen algunos expertos, procede de una palabra vasca identificando el beso. Una serie de muecas y guiños determinan el lenguaje silencioso de un juego, que busca la derrota ajena mediante la comparación de combinaciones de cartas. Los componentes de una pareja se intercambian información gesticulando con discreta habilidad, que puede ser detectada por los contrarios. Los hay envanecidos chulapos retándose para aparentar su mayor destreza en el mus. La realidad, como suele ocurrir en tantas facetas de la vida, pone a los fantasmas en el lugar que les corresponde, porque, en definitiva, el azar regala las cartas adecuadas para vencer sin mentir. Y en estas fechas, tras superar el desfile de vanidades envidando sin pudor con cartas de poca enjundia, hay quien opina que algunos de los que han perdido, envilecidos por el rencor o el miedo a su derrota final, optan por ofertar un órdago. 

El todo o nada en la batalla definitiva apostando una confrontación final de las cartas. Ganar o perder con el juego que cada uno tiene entre las manos, pues ya no hay cambio de naipes. La suma determina la victoria o el desastre, que estará en clara proporción a lo que esté en disputa. En muchos casos, el que tiene menos vigor entre los dedos aceptará con deportividad la derrota sin esquivar el reconocimiento al que vence felicitándolo sin remilgos. La pareja triunfadora, además de vanagloriarse con mayor o menor énfasis, se intercambian los halagos como buenos compañeros en ese escenario correcto de una partida limpia y respetuosa. En la campaña electoral pasada se ha visto gallardía en quienes han felicitado al vencedor, oponente político, incluso aparente enemigo declarado en palestras repetidas, sin ocultar la innegable desilusión. No se puede entender en una pareja que ha conseguido mayor número de puntos, que uno sufra el desaire del compañero, que olvida la merecida felicitación. Hay un envite general sin paliativos. Nos están poniendo a prueba con esa avalancha de ocurrencias irradiando razones para odiar. Las cartas destapadas sobre la mesa, pero con riesgo de que estén marcadas para tratar de conseguir la victoria a toda costa. Se envida gesticulando histriónicamente para desorientar a los jugadores más cándidos. Los oponentes tienen que fijarse bien y descifrar con agilidad las muecas y esa oferta del órdago. 

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