Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El libro

24/04/2023

Frente a tanto topicazo y tanta insulsez que a diario oímos referente al libro como objeto, como amigo –el mejor–, como maestro y guía,  además de otros mil apelativos, me encantaría orientar este año mi homenaje al acto en sí de la lectura, con esa enorme contradicción que observamos a este respecto, un poco en el mundo entero, y un mucho en nuestro país, en el que, pese a las brutales tasas de libros impresos,  constatamos que, desgraciadamente se lee cada vez menos.
Acaso porque Don Quijote 'enloquece' leyendo libros de caballerías, Enma Bovay pierde pie con la realidad leyendo novelas románticas, y Julien Sorel se vuelve un excéntrico bonapartista leyendo una y otra vez el Memorial de Santa Elena, son cada vez más los que sienten prevención por la lectura y sus posibles nefastos efectos, optando por los libros como objetos decorativos. (Porque mira que dan lustre a una estantería, sobre todo si la encuadernación es hermosa). Los hay, incluso, que apoyan su pasota proceder en el hecho (incuestionable sin duda) de que, contrariamente a quienes opinan que la lectura siempre es buena, hay individuos a quienes el vicio de leer torna peligrosos, excéntricos e incluso antojadizos. 
Qué lejos aquellos tiempos en que la pasión por la lectura, inculcada desde la escuela, era el camino obligado para quienes deseaban elevarse del común de los mortales, salir del subsuelo e iniciar la maravillosa aventura del saber, en sus dos vertientes, conocerse a sí mismo y conocer a los demás. Como saben, Robinsón Crusoe logra salvar de su naufragio sólo un libro, la Biblia, que le servirá de elemento fundamental y nutricio, durante los larguísimos veintisiete años que pasa en su isla, para no perder la humanidad y no acabar convertido en un salvaje más. Algo parecido le ocurrió, fuera de la ficción, a Dostoyevski cuando, obligado a arrostrar un penosísimo exilio de cinco años en Siberia, consiguió, él también, un ejemplar de la Biblia con el que le obsequió, compadecida, la esposa de un 'decembrista' preso. Aquella lectura fue trascendental para él durante las eternas noches siberianas, soportando temperaturas terribles y a punto de perder toda esperanza de redención.
De ese ejemplar de la Biblia y del infierno vivido en aquel gélido presidio, nació toda una pléyade de obras clave de la Historia de la Literatura, de entre las que suelo destacar El idiota, con un protagonista que participa de Jesucristo y de Don Quijote. Leer, como rezar, nos torna humanos, a la vez que nos permite conectar nuestra conciencia con la de aquel que sabiamente ha sabido introducir la suya, espolvoreada en las páginas de un libro, como el náufrago que mete un mensaje en una botella herméticamente cerrada y la arroja al mar. Por eso, cuando se halla uno instalado en una biblioteca repleta de libros, leyendo, en el más absoluto silencio, basta un poco de sensibilidad para verte en medio de amigos que permanecen ahí prestos a hablarte y hacerte partícipe de su rica experiencia. 
Nada como un libro para combatir la soledad, el desarraigo y la desesperación. Nada extraño, pues, la bella frase de Montesquieu, cuando, viejo, achacoso y casi ciego, reconoce que no hubo en su vida amargura y tristeza que un par de horas de lectura no fueran capaces de borrar. Frases como ésa hacen que nos apiademos de quienes, ya sea por vagancia, ya sea porque tienen «cosas más importantes que hacer», o porque andan por la vida en exceso ocupados, ignoran el infinito deleite de pasarse unas horas viajando con Ulises rumbo a Ítaca, o embobado oyendo la voz de Pascual Duarte, o perdido con Baudelaire en los pliegues sinuosos de la ciudad, o encerrado en la Torre Farnesio perdida la mirada en los ojos de una criatura angelical, o viendo pasar sus días en el sanatorio de la Montaña Mágica (las posibilidades son infinitas).

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