A pesar de ganarla, la Primera Guerra del Golfo (1990-1991) no fue del todo satisfactoria para Estados Unidos, que encontró en Irak -principalmente en su presidente, Sadam Husein- un duro enemigo en la batalla y en las relaciones diplomáticas. Los atentados del 11-S una década después desataron una férrea batalla contra el entonces régimen talibán de Afganistán y fueron el germen para el siguiente paso: acabar con Sadam.
Tras derrocar a los extremistas en el Ejecutivo de Kabul, en 2002 George W. Bush, entonces presidente de EEUU, lanzó sus dardos contra los regímenes que, según el Pentágono, apoyaban a Al Qaeda, agrupando a Irak, Irán y Corea del Norte en el llamado eje del mal que amenazaba el mundo. Realmente, su objetivo era vincular a Bagdad con el terrorismo. Los otros dos países fueron incluidos por razones circunstanciales. Y ahí comenzó una obsesión que acabaría con una de las primeras fake news a gran escala y una guerra.
Durante meses, Bush y su equipo estuvieron buscando una excusa a gran escala para la invasión. Y el 5 de febrero de 2003, el entonces secretario de Estado de EEUU, Colin Powell, lanzó el pretexto de todos los pretextos: Irak poseía armas de destrucción masiva. Un argumento falso del que no solo no se encontraron pruebas, sino que, años después, se demostró que era una gran mentira. Es más, las posteriores investigaciones demostraron que Bagdad había destruido sus grandes arsenales tras la derrota de la Guerra del Golfo.
Ajeno a la falta de evidencias, Bush encontró en el Reino Unido y su entonces primer ministro, Tony Blair, al aliado perfecto para lanzar la tan codiciada ofensiva. Y el respaldo del presidente de España, José María Aznar. Juntos lanzaron un ultimátum a Sadam para entregar esas armas inexistentes o comenzarían los ataques. Y cumplió su promesa el 20 de marzo, a primera hora de la mañana, con la incursión de miles de marines en el desierto fronterizo con Kuwait.
La guerra en sí duró poco menos de un mes. Ya el 9 de abril las tropas estadounidenses y británicas se hicieron con el control de Bagdad. Y el 14 de abril tomaron Tikrit, considerado el bastión del dictador, quien fue encontrado en diciembre de ese mismo año. Dos años después fue juzgado y condenado a muerte: fue ejecutado en la horca el 30 de diciembre de 2006.
Washington intentó aprovechar ese derrocamiento de un régimen autoritario para conducir al país hacia la democracia, pero el vacío de poder desató una ola de violencia entre sunitas y chiitas, que protagonizaron una sangrienta guerra civil durante varios años y que solo unieron sus fuerzas para tratar de sacar al invasor de Irak.
También la imposición de un Gobierno que respondiera a los intereses de EEUU y sirviera de aliado en Oriente Próximo tuvo el efecto contrario: aunque las autoridades inicialmente cumplieron con lo previsto, en las calles el descontento cada vez era mayor. Y eso desembocó en un efecto bumerán: si la excusa de Bush era acabar con el apoyo de Irak a Al Qaeda, años después surgió un grupo aún más letal, el Estado Islámico, que fue ganando fuerza conforme comenzó la retirada de los soldados estadounidenses de la zona, un repliegue que, a pesar de estar previsto en 2011, nunca se ha finalizado: otra gran mentira de la Casa Blanca.
De las armas de destrucción masiva nunca se supo. Es más, el propio Blair reconoció haber sido engañado al respecto y Powell subrayó que todo había sido «un error». Un error que, sin duda, permitió a Bush jactarse de su «misión cumplida» al acabar con Sadam, pero que dejó a Irak sumido en un caos del que aún no se ha podido levantar.