Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Plinio el Joven

11/02/2023

Siempre que voy a la Embajada de Rumanía me acompaño de las Cartas de Plinio a Trajano. Uno tiene o dispone de rutinas -rayanas en manía- como continuar la lectura de libros (y no otros) que empezó en temporada de piscina -distinta a la de playa; en la playa son otros u otros-. Hay libros de una sola de las carteras de despacho -te asisten en los intermedios de las vistas judiciales y en los hoteles si debiste hacer noche-. Esa amistad no sólo conforta por el reencuentro. Borges habló de los libros como amistad fría y segura, pero cada vez dudo más en que los libros sean fríos y a menudo percibo que la amistad no lo es tanto. Y no me olvido de mi Biblia de viaje -es una sorpresa abrirla al acaso, nunca defrauda ni hiere, exige bien poco o nada, ayuda más de lo que uno cree-. Trajano y Rumanía son la misma cosa -y Plinio es más que un delegado de Trajano: atesora su confianza-. Algo tiene que ver todo esto con mi consulado (aunque no pretenda concretarlo) y quizá sólo sea por entrar en calor que me entoné en viaje muy reciente. Plinio escribe a Trajano a propósito de la costumbre de todo magistrado «en invitar a toda la curia e incluso a veces a un número no pequeño de personas de la plebe y de regalarles dos o un denario a cada uno». Tras informar que hay invitaciones de mil personas (a veces un número mayor) cree Plinio que incurren en «distribución ilícita o demagógica», muestra el temor de que los votos puedan ser comprados y se vale del vocablo griego dianomé, solicitando de Trajano instrucciones categóricas. La respuesta de Trajano es antológica. La noticia de Plinio arroja sobre Trajano el hecho cierto de tan conocida práctica y redobla de impertinencia el solicitar instrucción. Trajano acepta el hecho -la dianomé es la sportulae latina- y le reconviene, por cuanto «yo elegí tu prudencia precisamente para que, al reformar las costumbres de esa provincia, moderases y establecieses las reglas que servirían para una permanente tranquilidad de la misma». Plinio hizo mal en escribir esa carta, decreció su delegación («yo elegí tu prudencia») y se arrepentiría con seguridad -estarse uno quieto y calmo es decisión prudente-. Algún día cerraré las cartas de Plinio -nada es eterno- y reposarán en mi biblioteca con un encanto profundo.

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