Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Apostasía

03/03/2023

Supimos hace poco de la peripecia de María del Mar, una chica de Ayna que decidió apostatar y se dirigió al obispado para realizar el trámite. En otros tiempos, el pecado de apostasía se consideraba un pasaporte directo al infierno. De hecho, el primer apóstata del que se tiene noticia no fue otro que el propio Lucifer, que se rebeló contra Yahvé porque era orgulloso y malo como un demonio. En los tiempos modernos, sin embargo, el hecho de apostatar no deja de ser un acto de coherencia que consiste en hacer pública y oficial una condición de lo más común, la del ateo o el agnóstico, lo que impide a la iglesia católica computarte entre sus filas con vistas al cobro de subvenciones y demás bicocas. Con lo que esta joven de Ayna no contaba era con lo difícil que se lo iba a poner la burocracia diocesana. Primero la amenazaron con el infierno, a lo que imagino que María del Mar aplicó la máxima sartriana de «el infierno son los otros», incluyendo al idiota que tenía delante. Después, rechazaron la solicitud pretextando que la fotocopia de su DNI no estaba compulsada. Por último, cuando se dignaron darle curso, se dirigieron por escrito a María del Mar cambiándole el nombre por «María del Mal». A pesar de la mala leche que evidencia esta anécdota, amén de la falta de respeto hacia la interesada, no puedo evitar que el asunto me haga gracia, y casi estoy por felicitar al funcionario eclesiástico por su sentido del humor, que le haría acreedor de un puesto en una comparsa carnavalera gaditana. Es más, dado que yo di mis primeros pasos en Ayna (lo que sin duda imprime cierto carácter transgresor), siento la tentación de ejercer también la apostasía con la esperanza de que, en el documento de respuesta, me rebauticen como Eloy del Maligno, Eloy Belcebú o algún otro sobrenombre tan molón y roquero como los mencionados.