Nunca me ha gustado dramatizar en mis crónicas políticas. Y creo que no lo hago cuando digo, sin vehemencia pero sin recatos, que el Gobierno español está hecho trizas. Que no funciona sino en algunos pocos ministerios, descoordinados del resto. Que las relaciones personales entre muchos ministros son peores que malas. Que la estrategia del Ejecutivo consiste solamente en mantener esa negociación paralela con Waterloo para lograr el 'sí' a la investidura del presidente. Que se trata de un Gobierno en funciones que está excediendo los límites marcados por la Ley 50/1997, del Gobierno, en sus previsiones para un equipo que necesariamente solo puede afrontar cuestiones de trámite. Y ciertamente algunas de las cosas que se hacen en favor del acuerdo con el fugado sobrepasan clarísimamente ese mandato de limitarse a gestionar los temas ordinarios y corrientes. Y que esa preocupación casi exclusiva por permanecer en la alfombra roja gracias a los partidos separatistas catalanes, evitando unas nuevas elecciones, está paralizando la política exterior y la interior de la nación.
El contencioso que, por falta de tacto y por falta de disciplina interna en el Consejo de Ministros, se ha abierto con Israel es una muestra inequívoca de que este elenco, en el que apenas se salva media docena de ministros, tiene boquetes bajo el casco. Y la más notable de estos ministros, la vicepresidenta primera Nadia Calviño, quiere irse cuanto antes al Banco Europeo de Inversiones; un camino que, por cierto, se ve dificultado también por la ineficacia global de la acción gubernamental. Claro que también la vicepresidenta segunda da la impresión de que hace la guerra por su cuenta, pese a su proclamada buena sintonía con Sánchez. Ella, Yolanda Díaz, parece a veces aquel explorador sioux que se adentra en terreno comanche para facilitar el paso del Quinto de Caballería. Y el explorador, por la cuenta que le trae, evita dar pasos en falso.
Pero la cabeza visible --y tan visible-- de Sumar no ha podido evitar las salidas de tono de Podemos en relación con el conflicto en Gaza, con dos ministras al frente de la contestación sin que ni desde el PSOE ni desde Sumar se haya sabido contenerlas, con el consiguiente enfado público de Israel. Apenas una muestra, bien ilustrativa, de cómo andan, o no andan, las cosas.
Porque hay más, bastante más: el Ejecutivo dedica la mayor parte de su tiempo a afanarse en sus campañas subterráneas de movilización para variar el sesgo de la opinión pública en el tema de la amnistía; se empeña en conversaciones subterráneas con los responsables de Junts, en general, y con el mismísimo Puigdemont en particular, y tiene que ceder ante los independentistas catalanes en muchos terrenos, incluyendo la puesta en solfa de los servicios secretos por la impericia en tratar el 'affaire Pegasus'. Que esa demanda, admitida a trámite por un Juzgado catalán, es otro de los agujeros por los que a muy corto plazo entrará agua a raudales en la nave del Estado.
Súmese a todo ello la inoperancia en lo referente a la llegada, cada vez más masiva y preocupante, de inmigrantes ilegales. O el estado del poder Judicial con una inexplicable pasividad de la titular de la cartera de Justicia. O el mirar hacia otro lado ante la escalada de precios de alimentos básicos y del combustible. O ante la muy preocupante situación de sequía. Y, todo considerado, tendremos un panorama aproximado de un (pésimo) manejo del timón de la nación. Lo cual no creo que sirva solo para criticar al Gobierno, porque lo cierto es que en la oposición, sumido su principal partido en cábalas sempiternas sobre su remodelación interna, también se detectan no pocos síntomas de azoramiento y falta de iniciativa e ideas políticas.
Y todo ello está ocurriendo precisamente cuando España ha superado con más pena que gloria el ecuador de su presidencia europea, obviamente afectada por el período posterior a unas elecciones que jamás debieron convocarse cuando se convocaron. Insisto en que, lejos de cualquier tentación catastrofista (toda pérdida de tiempo y de oportunidades acaba teniendo algún tipo de solución, aunque no sea la mejor), es urgente acabar con esta interinidad dependiente de terceros (sobre todo de Puigdemont, obviamente). Es también imprescindible revitalizar el sesteante poder Legislativo, acordar la puesta a punto del Judicial y dimensionar en su justa medida las funciones de un Ejecutivo que no funciona a pesar, y perdón por el mal juego de palabras, de excederse todos los días en sus funciones. ¿Quién le pone el cascabel a este gato? Aún tengo la esperanza de que quien se lo ponga no esté viviendo actualmente en Waterloo o vaya usted a saber dónde diablos.