Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


Cipriano

13/04/2023

Cipriano González, el amigo de los pobres en Toledo, se nos ha muerto en primavera, con la sonrisa de abril en el rostro, la lluvia de su generosidad en el corazón y la lámina de la entrega en nuestro lienzo. Ha pintado durante su vida una acuarela de caridad y cariño, a los pies del Tajo, donde bañaba su alma con cada entrega de alimentos. Su casa estaba en el Socorro de los Pobres, en la Bajada de San Martín, que era como la bajada del Dante al primer círculo. Porque Cipriano solo dejaba que fuera un primer círculo y no continuase el descenso. «Mire usted, don Javier, yo he pasado tanta hambre en mi vida que no me perdonaría que ninguna criaturita de las que yo veo por aquí con sus papás, con sus mamás de la mano, sufrieran la mitad de lo que yo sufrí». Y sus ojos se empañaban en lágrimas, recordando cómo cuando de niño vivía con los frailes y apenas tenía un mendrugo de pan que llevarse a la boca. «Vea usted, don Javier, las habitaciones llenas de leche y garbanzos». Y bajaba cada víspera de reparto para que Cipriano me enseñara la que tenía allí organizada.
Con su muerte, se ha ido un personaje de una impronta excepcional, única, de las difícilmente repetibles. Recuerdo que alguien me dijo alguna vez que lo que había de hacer Cipriano era enseñar a pescar y no dar peces. El problema es que el hambre no entiende de docencia y a veces se come el aire, los discursos, las palabras, las comas y sobre todo, la soberbia. Es muy fácil pedir que se eduque y enseñe, pero cuando una crisis como la de 2007 viene para quedarse, un bofetón de agonía cae sobre las cabezas de múltiples familias y no hay tiempo para más. En la memoria guardo grabadas colas infinitas cada jueves de reparto, en torno al Sefarad y la manzana de Cipriano. Hasta la policía local tenía que acudir para que no hubiera problemas. Aunque los pobres no dan problemas. Uno veía allí a personas y pensaba que alguna vez se vería en la misma fila, pues la pobreza atrapa, envuelve, hipnotiza sin avisar. Los pobres guardan la fila y son educados, contra lo que se cree. Cipriano les llenaba las bolsas y los carros y cuando alguien llegaba en día que no era de reparto, también le abría las manos y se las llenaba de comida.
«Yo no quiero dinero, don Javier, que el dinero corrompe… Si llega algo de dinero a mis manos, inmediatamente lo convierto en comida». Era un mago, un ser de otro tiempo, un niño de postguerra trocado en mayor y abuelo de una ciudad entera, que era Toledo. Las puntas de San Juan de los Reyes llorarán su muerte y los chapiteles ribetearán lágrimas de oro cada atardecer, cerca de su casa. La bata blanca que llevaba era sinónimo de pureza y entrega y cuando pasaban varias semanas sin saber de nosotros, llamaba a la radio y nos felicitaba por cualquier cosa, sabernos vivos y al otro lado del teléfono. Recuerdo especialmente con mucho cariño un día que llamó para cantarme con la guitarra una composición en la que se había entretenido aquella tarde.
Te vas Cipriano y dejas estómagos vacíos de ternura, hambre y viento. Llevas contigo el alma de tantos toledanos que un día te debieron un cacho de pan y quisieron que ni siquiera lo supieses. Las telarañas que dejas prendidas en mi cuarto con tu ausencia irán tejiendo tu memoria imperecedera, sin olvido posible, por más que las piedras del tiempo maten ortigas del recuerdo. Cernuda hablaba de carne leve de niño en donde habite el olvido. Allí, espérame siempre, a donde el hambre es solo memoria inerme, entre las brumas silenciosas de un Tajo repleto ya para siempre de panes, de ocas, de peces.