Tradición sin edades en Peñas de San Pedro

E.F.
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Aunque el protagonismo de la Romería del Santísimo Cristo del Sahúco corresponde a los andarines, en el rito de traída y en el de llevada intervienen muchos otros devotos que desempeñan su papel en la última carrera sagrada

Puente de la Solana, siete de la mañana del 28 de agosto. Las molinetas del parque eólico se recortan, aún negras como las laderas de las montañas. Por detrás, pequeñas nubes alargadas se tiñen de naranja mientras el sol sale para empezar a dar un poco de calor a un amanecer frío.

A unos pocos kilómetros, más allá del tramo de carretera que llega hasta el arco de piedra que salva un viejo regato, los peñeros se disponen a despedirse, un año más, de la efigie del Santísimo del Sahúco. Se marchará en cuanto termine la Misa y una multitud de fieles la siga en procesión a la Cruz situada a medio kilómetro de Peñas de San Pedro.

Más allá, en el puente, la luz avanza por las laderas que aún están en penumbra, acercándose al fondo del valle donde la noche aún no se acaba de marchar. En este punto, se han aportado unos 100 andarines, para evitar aglomeraciones sobre el puente, donde se estrecha.

También hay público. Devotos de todas las edades, a los que todavía se les escapa algún bostezo  a causa del madrugón, cubiertos por cazadoras, chaquetas o algún jersey ligero para protegerse de alguna racha de brisa fría.

Las cunetas están ocupadas por coches en posiciones inverosímiles que desafían a la gravedad, retan la elasticidad de las suspensiones, ignoran las dimensiones de los ejes  y ponen a prueba la resistencia de los bajos. Y aún llegan más vehículos, que lentos, parsimoniosos, pasan entre la gente y siguen hasta La Rambla o, más allá, la Cruz del Pardal porque los voluntarios de Protección Civil no dejan de repetir, una y otra vez, que hay que dejar sitio a los corredores y no hay ni un solo centímetro cuadrado más para poder estacionar. Ni aunque sea de canto.

venerables matriarcas. En lo alto de las laderas, se ven abuelas, venerables señoras que esperan con infinita paciencia, sentadas sobre asientos improvisados, a que llegue su Cristo del Sahúco, que se les va otro año más, tan impertérritas y serenas como el retrato en piedra de una respetable matriarca romana.

La calma se termina poco después de las ocho menos veinte de la mañana. Primero se ven las luces de los vehículos de la Guardia Civil, que se adelantan para despejar la ruta; después, el rumor de cascos de caballos.

Y llegan los andarines. Es un grupo compacto, que avanza casi en formación, rodeando a la ‘pareja’ de cuatro a la que le toca el privilegio de carga con la pesada caja que protege a la imagen del Hijo de Dios durante los 14 kilómetros que dura el traslado.

Al pasar el puente, avanzan tan juntos que el cronista piensa que así de prietos tuvieron que marchar los 300 espartanos contra los persas, en las Termópilas, aunque su grito de guerra no es el «Au, au, au!!» de los hoplitas griegos, sino otros más al uso:

- «¡Viva el Santísimo Cristo del Sahúco!» - vocea un andarín.

- «¡Vivaaaa!» - le contestan.

- «¡Viva su Santísima Madre!» -insiste.

- «¡Vivaaaa!» -le replican.

-«¡Viva el acompañamientoooo!» - brama de nuevo.

- «¡Vivaaaa!».

- «¡Paaaalmas, gandules!».

Los gritos y las palmas para darse ánimos de los andarines ponen nervioso a uno de los caballos, uno gris, montado por un joven jinete. El cabalgador domina al noble animal con presteza y habilidad pero, en la jugada, le regala a los presentes un instante de singular belleza, más propio de las fiestas de Ciudadela, en Menorca, cuando el animal se pone  sobre dos patas durante una fracción de segundo.

detrás del cristo. Entre tanto, una tradicionalista de la Romería se queja de que, este año, hay demasiados corredores. «Antes no corría casi nadie, pero hoy lo hace todo el mundo -sentencia- y, además, mira todos los que van por delante del Cristo; ¡bueno estará el santero! hay que ir por detrás, siempre».

Los andarines se paran, ausentes de todo excepto del esfuerzo que hacen. Y entonces se produce un pequeño milagro. Las devotas de más edad, las que más inmóviles parecían mientras esperaban, se mueven de manera súbita y sorprendente, con la agilidad y la velocidad propias de una quinceañera y, en menos de medio instante, se plantan, se arremolinan en torno a la caja donde va el Cristo, la tocan, le mandan besos a modo de despedida.

Es hora de adelantarse a la siguiente parada de la carrera sagrada, la aldea de La Rambla, donde la calma es casi total y el sol, que ya ha salido, aún es una bola brillante que no da demasiado calor, como si se lo quisiera poner fácil a los andarines brindándoles unos minutos más de frescor. Porque ahora, justo ahora, llega el corte.

Poco después del canto del gallo, una veintena de vecinos aguarda la llegada de los corredores. Varios de ellos preparan botellas de agua, pero de las de litro y medio; aquí ya no proceden los botellines, porque la carrera ya empieza a ponerse dura y el rigor del asfalto empieza a marcar las diferencias.

jóvenes y veteranos. Hay jóvenes aguerridos que se comen la carretera y otros que lamentan no haberse preparado más y recurren al orgullo torero para no ceder; hay veteranos que vivieron tiempos mejores y otros cuyas zapatillas ya están desteñidas por el sol y el polvo de los caminos de tanto entrenar.

Y, sobre todo, este año, hay corredoras, andarinas que siguen al Cristo y que son capaces de marcarle el paso a sus compañeros varones en cuanto aflojan un poco el paso. Todos paran a echar un buche de agua, a tomar una bocanada de aire, a echar una charleta. Todos se dan unos a otros la misma recomendación: «moveos, moveos, no os paréis, ¡no os enfriéis!».

Y, al final, llega un «¡vamos allá!» que pone de nuevo en marcha a toda la comitiva. Salen en formación, los 300, gritando «¡el paso, el paso, eh!» para recuperar el ritmo de una carrera de las más rápidas que se recuerdan.

Queda lo peor, una cuesta rompepiernas, suave, poco inclinada, pero muy larga que lleva hasta la cuesta abajo zigzagueante en cuya base, al final, está la Cruz, el último hito antes de sacar al Cristo de su caja y devolverlo al Sahúco.

Hasta el año que viene.