Si algo es inoportuno para el actual momento de confusión y desafecto que está atravesando la vida política española es precisamente lo que está ocurriendo desde el instante en que estalló el escándalo sobre el espionaje del sistema Pegasus, que no sólo se ha certificado que afectó a políticos y personajes relacionados con el independentismo catalán, es que, además, y según vamos sabiendo desde entonces, se ha ido enmarañando mucho más según pasan los días. Es lo que tienen las cloacas, también las del Estado, que son eso: cloacas donde la basura cuanto más la movemos más mugre salpica.
Ahora resulta que ministros y hasta el propio presidente del Gobierno también tenían teléfonos intervenidos y eran presa de escuchas, evidentemente ilegales, y del control de sus propios movimientos así como de acceso a la información que llega, sea cual fuere, a los máximos representantes del poder ejecutivo de este país que cada vez está más hasta el cuello de una inmundicia que hay que afrontar de inmediato y del que tiene que haber unas responsabilidades y, por tanto, unos responsables. Y todo ello bajo la lamentable sensación que invade a la gran mayoría de ciudadanos honestos que son conscientes que de momento sólo sabemos de la fetidez que sale de las cloacas, una pestilencia tan nauseabunda que sólo puede anunciar que cuanto más conozcamos más repugnancia sentiremos.
Aún en el aire quedan muchas interrogantes todavía sin respuesta, pero que habrán de buscarse y esclarecerse; la vida pública necesita orearse, ventilar el panorama irrespirable que nos envuelve, y esos aires purificadores tan necesarios no pueden venir de las cloacas que nos vigilan.