2004. España estalló en el gran atentado de la Historia

Carlos Dávila
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Y se nos casó el Príncipe con una periodista

2004. España estalló en el gran atentado de la Historia

Se llamaba, y se llama Letizia Ortiz, y era una primera dama de la televisión nacional. Para el recuerdo de las grandes emisiones queda una intervención en directo de la periodista realizada desde una gran torre neoyorkina el mismo día de los atentados contra las Torres Gemelas. El viento y las aspas de los helicópteros blandían un viento huracanado y ella, delgada como un junco, transmitió sin errar una sola vez 35 minutos de periodismo de altura. Nunca mejor dicho, porque Letizia Ortiz era ya una estrella. Este cronista -déjenme que cuente la confidencia- supo del noviazgo con Don Felipe de Borbón. Se me pidió que guardara el secreto y lo hice, algo de lo que nunca me arrepentiré bastante. Pero a lo mollar: ambos se matrimoniaron en la madrileña Catedral de la Almudena un 22 de mayo, únicamente dos meses después de que la capital de España, Madrid, hubiera sufrido el más espantoso atentado terrorista de su historia.

 

Y es que, en efecto, casi en la madrugada del 11 de marzo explosionaron 10 bombas en cuatro trenes de cercanías. El espectáculo -hay que recurrir al tópico- fue dantesco. Al final, y tras un conteo trágico, aparecieron 192 muertos y más de 2.000 heridos.

 Del día se recuerda primero el horror y luego el error. Este último vino motivado porque los partidos intentaron el aprovechamiento político del drama. Con alguna perentoriedad el Gobierno de Aznar atribuyó a ETA el protagonismo de la hecatombe, incluso el entonces lehendakari José Antonio Ardanza se apuntó a la teoría, pero al pasar las horas y cuando uno de los jefes de la banda, hoy preboste de Bildu, Otegui, compareció para negar la autoría, se produjo un espectáculo insólito; ya no importaba quién había sido, se necesitaba un culpable ajeno a las bombas y éste se halló en el Ejecutivo del PP que, a primeras horas de la tarde, y por boca de su ministro del Interior, Ángel Acebes, informó de algunas detenciones de sujetos marroquíes e incluso hindúes, y también de la aparición (una mochila por ejemplo) de algunos elementos físicos, que luego ni siquiera se utilizaron como probatorio. Hablamos de la famosa furgoneta en la que se encontraron pistas difusas y que -¡oh, casualidad!- desapareció antes del juicio.

 Menudearon las manifestaciones repletas de dolientes, algunos de ellos muy artificiales porque estaban directamente en los ajustes políticos entre unos y otros, y la de Madrid, reunió a más de dos millones de personas, cifra que nunca más se ha vuelto a aglomerar. Pero el asunto ya revestía un enfrentamiento radical entre los dos grandes partidos del país: el PP y el PSOE. Éste decidió arremeter con todas sus armas contra el equipo de Aznar. Le acusó directamente de mentir y en una jornada de reflexión anterior al día de las elecciones, 14 de marzo, rodeó las sedes de los conservadores. Era la víspera del vuelco electoral que, curiosamente, se ha querido disfrazar después de pura alternancia democrática: no lo fue. Para el 14 de marzo las últimas encuestas (una muy lúcida de la Sigma 2 de Malo de Molina) atribuía cinco puntos al PP por encima del PSOE. La previsión, a la hora de la verdad, saltó por los aires, y Zapatero ganó al candidato popular, Mariano Rajoy, por unos contundentes 164 escaños en el Congreso de los Diputados contra 148. España se acostó de derechas y se despertó socialista. Así somos los hispanos.

 El enorme atentado de Madrid dio -se sabe- mucho de sí y aún lo da porque continúa vigente la polémica sobre su culpabilidad. Todavía quedan significativos hechos por esclarecer, como ese suicidio colectivo de siete terroristas en Leganés que volaron toda una casa, llena al parecer de pistas y pruebas, en un episodio que terminó también con la muerte de un agente del orden. Zapatero tomó posesión y apenas llegado al poder se enganchó a una decisión sobre la que construyó la responsabilidad de Aznar en el atentado. Pues sí: Zapatero ordenó que nuestras tropas aún en Irak abandonaran aquel círculo bélico infernal, lo que causó hondo pesar e irritación en la coalición occidental presente en el escenario, sobre todo en los americanos que han tardado casi 20 años en perdonarnos la frivolidad del infantil presidente del Gobierno español. Curiosamente, de aquella tragedia quedó fortalecida ETA, sólo por el hecho de no haber sido la causante del enorme estropicio general. ETA y su brazo político Batasuna estaban perseguidos entonces como ratas, hasta el punto de que la segunda había sido ilegalizada por el Tribunal Supremo, pero entonces se mostraron -¡fíjense!- como la cara amable del terrorismo. «ETA -escribió Gara- nunca hubiera realizado una monstruosidad de este tamaño».

 España encaró la nueva época en la que además crecieron en importancia los nacionalismos, por ejemplo el vasco, cuyo preboste, de nombre Juan José Ibarretxe, se vio sospechosamente arropado por una decisión insólita del Tribunal Constitucional: la admisión a trámite de su plan secesionista. Luego, es verdad, se quedó en nada, pero Ibarretxe avisó: «Volveremos». ¡Y vaya si han vuelto! Se discutía en ese tiempo también la constitucionalidad de Europa con un texto que luego no prosperó. La clave fue el impedimento que colocaron los galos a introducir en su prólogo cualquier referencia a la importancia de la civilización cristiana en el desenvolvimiento de Europa. Se votó de aquella manera y todavía hoy la Unión Europea, a la que se habían incorporado 11 estados más (casi todos provenientes del antiguo y temido Telón de Acero), está sin falsilla institucional; es más, nadie prevé que este agujero negro se pueda blanquear algún día. Si antes era difícil, ahora lo es más. Entonces ya votaba en las elecciones de la Unión todo quisque y también en España, como resaca de las generales de marzo. Volvió a vencer apretadamente el PSOE con un pírrico escaño más, 25 contra 24 representantes del PP.

 Y a todo esto, Zapatero empezó a creerse un gobernante universal, así que sin más se fue a las Naciones Unidas y sorprendió a los extraños y a los propios con un documento en el que consagraba la llamada Alianza de las Civilizaciones. Un bodrio, quizá bienintencionado, para fundir en un abrazo a Oriente con Occidente, al que nadie con sentido común le hizo el menor caso. Únicamente Turquía se sumó al proyecto, pero de eso ya no queda hoy ni una sola migaja. Zapatero no quiso descansar en su afán -decía de «modernizar España», y a toda prisa y con enorme improvisación parió dos leyes revolucionarias: la del matrimonio homosexual y la de adopción de las parejas de este signo. «Hoy -dijo su ministra Leire Pajín- nos hemos puesto a la cabeza de Europa en progresividad moral». Sin despeinarse lo dijo.

 Y por calzar el año: el futbolista argentino Messi debutó con el Barcelona, el árbol de Guernica fue víctima de un hongo letal, los periodistas para nuestro uso y poco disfrute alumbramos un Código Dentológico que no ha servido para nada y los científicos nos ofrecieron una gran noticia: las estatinas, el gran avance farmacológico contra el colesterol, también servían contra el VHS, el Sida. En aquel año, Arzallus dejó de ser presidente del PNV; le sustituyó el hoy CEO de Repsol, Josu Jon Imaz. Y otra gran ventura: el año terminó con menos muertos que 2003.