Junto a Federico García Lorca, Miguel Hernández es el autor más añorado y querido de aquella generación trágica cuya memoria y obra siguen latiendo en los pulsos artísticos y emocionales de los españoles.
Miguel Hernández nació un 30 de octubre de 1910 en Orihuela (Alicante) en el seno de una familia humilde de pastores de cabras. Oficio en el que anduvo buena parte de su niñez. Durante algunos años pudo estudiar en la Escuela del Ave María, donde dio pruebas de gran inteligencia y un enorme talento, pero impelido por las necesidades familiares, volvió a los montes oriolanos con sus cabras. Lo hizo acompañado de los libros y poemas de Gabriel y Galán, José Zorrilla o Rubén Darío y todos aquellos que caían en sus manos. Muy pronto comenzó él mismo a componer y a publicar sus primeros versos en El Pueblo de Orihuela y el Día de Alicante. En 1931 viajó a Madrid y su vida daría un vuelco total. Allí conoció a Vicente Aleixandre, al chileno Pablo Neruda y a muchos más escritores, lo que hoy conocemos como la Generación del 27. El niño cabrero devenido en poeta deja, en aquel Madrid republicano, atónitos a los ya grandes de las letras. Uno a uno van rindiéndose no solo a su genio literario, hasta el mismo Juan Ramón Jiménez tras leer sus versos a la muerte de su amigo Miguel Sijé, sino también a su personalidad. Destacan su llaneza, su sencillez, su sinceridad y su dignidad.
En aquel ambiente efervescente en ideas e ideales, su visión sublimada de la existencia pasó al abandono del catolicismo y al compromiso político con la izquierda y con la revolución social. Nada más iniciarse la Guerra Civil, Hernández se alista con entusiasmo, tras viajar a su pueblo natal para despedirse de los suyos, con las tropas de la República y en concreto en las filas del V Regimiento, donde formó la élite del Partido Comunista (PCE) y se convirtió en su principal y más disciplina de fuerza de choque. El poeta fue uno de sus activos máximos en el campo de la propaganda y en el aliento en las trincheras a sus camaradas. Fue en plena guerra, en marzo de 1937, cuando hace una escapada a Orihuela, para casarse con su novia y amor de su vida, Josefina Manresa, y retornar al poco al frente. Concluida la contienda con la derrota republicana en la primavera de 1939, Hernández intentó huir de España por la frontera de Portugal. Estuvo a punto de conseguirlo, pero le delató un detalle, su única pertenencia de valor, un reloj de oro, regalo de Aleixandre, que quiso vender. Descubierto, es detenido, comenzando un proceloso recorrido carcelario. Estuvo a punto de morir en Huelva a manos de unos falangistas que le acusaron de haber sido uno de los asesinos de su líder fusilado en Alicante, José Antonio Primo de Rivera, pero por gestiones de su amigo el escritor José María de Cossío, fue repentinamente puesto en libertad, para al poco ser de nuevo capturado y juzgado y condenado esta vez a muerte. De nuevo Cossío y otros intelectuales reconocidos afines al bando vencedor logran que se le conmute la pena por la de prisión. Su ya delicado estado de salud por los maltratos físicos, el paso por las mazmorras, la muy escasa comida y los traslados a la intemperie en vagones de trenes donde lo cargan como ganado le llevan a contraer una tuberculosis pulmonar que será a la postre la que acabe con él en la cárcel de Alicante el 28 de marzo de 1942 tras haber escrito en prisión algunos de sus poemas más hermosos, como las Nanas de la cebolla, al saber por su mujer, que su hijo, muy chico, solo tenía esto para comer.
El silbo herido por la muerteBuero Vallejo
En su deambular carcelario, Hernández se topó en el penal madrileño de la calle Torrijos con un conocido que luego sería gran amigo y compañero de celda, el escritor Antonio Buero Vallejo, con sus mismos ideales y suerte pareja, aunque a este al serle conmutada la pena de muerte por cadena perpetua la vería reducida. Llegó a convertirse en el más importante dramaturgo español del siglo XX. Buero entonces no escribía, era pintor, y aquel día había recibido de su hermana un cuaderno de dibujo, y apoyado en las rodillas realizó el hermoso e impactante retrato de Miguel Hernández con el que le reconocemos e identificamos hoy.
El poema más combativo y la prosa más poética
Como colofón de la serie La pluma y la espada quede aquí el famoso poema Vientos del Pueblo y el inicio de su cuento inconcluso en la prisión, El gorrión y el prisionero, que este humilde escribano confiesa tener siempre ante sus ojos en la pared del lugar donde ahora acaba de finalizar estas líneas.
Vientos del pueblo
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
El silbo herido por la muertey me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.