Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Baroja

16/01/2023

Lo hablaba el pasado 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, con mi amigo Pepe Esteban, el hombre que mejor conoce la bohemia madrileña. Evocando esa mañana a don Pío Baroja, en el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, Esteban, con gesto melancólico, sacó a colación aquella triste y lluviosa tarde del 30 de octubre de 1956 en la que, con apenas 20 años, enterado del fallecimiento de don Pío y movido por la curiosidad, acudió frente a su domicilio, rebosante de fervorosos, y  vio bajar el féretro del penúltimo miembro de la Generación del 98. Uno de los que lo llevaban a hombros era Camilo José Cela (a quien, años antes, se había negado a hacerle el prólogo a La familia de Pascual Duarte, advirtiéndole: «Si quiere que lo metan en la cárcel, adelante. Yo no».) Detrás, con aspecto lúgubre, caminaba a pasos quedos Ernest Hemingway (Premio Nobel de 1954; y que veinte días antes lo había visitado, rindiéndole homenaje). Comentan que, instado a portar el féretro, dijo: «No, no, ustedes, ustedes, sus amigos». Y de ese modo se puso en marcha el cortejo fúnebre en dirección al Cementerio Civil, donde fue sepultado, tal y como le había pedido a su familia.
Desaparecía de ese modo una de las grandes figuras de la narrativa española, uno de los grandes sucesores de Cervantes, Galdós y Clarín, merecedor del Nobel, como había declarado el propio Hemingway: «Lo merecía más que nadie», y también otro monstruo de la época, el norteamericano John Dos Passos. Pero está claro que el vicio nacional por antonomasia, la envidia, se encargaba de que ni Galdós ni su amigo Baroja hallaran su sitio en el Panteón de los galardonados por la Academia Sueca. Por fortuna estaba allí Cela, dispuesto a recoger el testigo de la gran novela española, que sí alcanzaría el reconocimiento del Nobel, 33 años más tarde, en 1989.
Los últimos años de Baroja, que nunca logró reponerse del horror de la guerra civil, fueron tristes -«Nuestra época», escribía en sus Memorias, «ya no es de aclaración, sino de oscuridad y de estúpida saña»–, convertido en un fantasma humano que vagaba, con su boina y su abrigo viejo, por el parque de El Retiro, por las librerías de lance y por las calles del viejo Madrid (recordando acaso sus viejos paseos, a principios de siglo, con su maestro Galdós, cuando, ensimismados en su charla, de repente oía la voz aterrada de su amigo, que le advertía: «Cuidado, Baroja, el campo…», e inmediatamente, como perfectos urbanitas que era, daban media vuelta y de nuevo se adentraban en las calles de aquel Madrid abarcable que todavía era).
Lejos ya su juventud anárquica y provocativa, en la que no dejaba títere con cabeza, siempre malhumorado –como Fernando Fernán Gómez–, polemista feroz, que mandó a hacer puñetas el ejercicio de la medicina –como refiere en El árbol de la ciencia–, se refugió en la tahona de su tía, que pasó a heredar, y se consagró a la escritura durante el resto de sus días, auténtico demiurgo, creador de múltiples universos y cientos de personajes. Más de cien novelas, agrupadas en trilogías, por más que fueran muchos  –entre ellos el maestro Josep Plá– los que dieran en acusarlo de no saber construir novelas, de no dominar la sintaxis, de no tener estilo; considerándolo, todo lo más, un brillante paisajista, captador de ambientes y personajes.
Y sin embargo, la grandeza de Baroja, como hoy día se le reconoce, por encima de las minucias sintácticas, estriba en el realismo, no exento de ironía y de lirismo, con que supo captar la sociedad de su tiempo, gracias a su inaudito sentido de la observación. Su obra conforma un todo, independientemente de sus títulos, y ofrece un vasto escenario que es el mundo que le tocó vivir, que lo refleja mejor que cualquier historiador, haciendo realidad el lema de Stendhal cuando decía: «Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino». Ningún homenaje mejor que leer sus libros empezando por (una simple sugerencia) Camino de perfección.