1991. Juegos, Expo, Madrid… ¡J….con España!

Carlos Dávila
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1991. Juegos, Expo, Madrid… ¡J….con España!

Entre 1985 y 1990, España recibió el más grande reconocimiento universal que nuestro país haya cosechado nunca. El Consejo de Ministros de la Unión Europea, entonces llamada todavía Comunidad, decidió, fuertemente apoyado por un democristiano alemán, Helmut Kohl, el principal amigo de Felipe González en el 'lobby' continental, encargar a España una celebración sin precedentes en estas tierras; así nació 'Madrid, Capital Europea de la Cultura'. Tres años antes, un exembajador de Franco en la Unión Soviética, el catalán Juan Antonio Samaranch, consiguió desde su Presidencia del Comité Olímpico Internacional, que Barcelona fuera la sede de los Juegos Olímpicos del verano en 1992.

Se rompía así el mal fario de las dos ocasiones anteriores en que Londres y París habían arrebatado a la capital española del Mediterráneo un festejo llamado a ser, como fue, la más grande fiesta deportiva de aquel tiempo. Y al festejo se unió Madrid, Madrid, Madrid, lema que, casi con título de chotis, eligió la ciudad para convertirse en la sede continental de la Cultura con mayúsculas. La tríada se completó con la Exposición Universal de Sevilla. Hitos para una nación que aún se desperezaba aquí, acá y acullá, pero que en sus entretelas más íntimas estaba marcada por dos grandes dramas: la corrupción generalizada y los brutales azotes de la banda terrorista ETA. Y es que en aquel año de gracia de 1992, los asesinos mataron aún a 30 personas. Por eso, el Gobierno de la nación desplegó entonces la más extensa operación de acoso y derribo a los etarras conocida hasta entonces. Además se quiso negociar con ellos. De entonces fueron mínimamente conocidas varias reuniones entre el socialista Jesús Eguiguren, acompañado siempre por el ministro vasco Eguiagaray, y los contundentes dirigentes etarras que nunca dieron su brazo a torcer. No se rindieron en su terror. Uno de ellos espetó a sus interlocutores gubernamentales: «Madrid, Sevilla, Barcelona… y para nosotros, los vascos, ¿qué?». No fueron buenos los augurios de principio, pero lo cierto es que los facciosos no atentaron a lo bestia contra los grandes acontecimientos, aunque -ya lo hemos visto- siguieron asesinado.

España pues en el centro del mundo. Una anécdota revelaba entonces nuestro situación de privilegio mundial. Hasta 1990 fue embajador en España de la Alemania que acababa de quebrar el Muro de Berlín, Guido Brunner, un personaje ciertamente curioso y rumboso, un madrileño chamberilero (había nacido en este castizo barrio de la capital del Reino), que, a la vez que representaba a Alemania -uno de los dos países de los que tenía nacionalidad, el otro era naturalmente España- y que además de ser el jefe de su legación se convirtió por convicción propia en un apóstol de nuestras grandiosidades, así que una vez en los jardines del Instituto Goethe, el Deutsche Kulturinstitut, se confesó con envidia ante un grupo escogido de periodistas: «Juegos, Expo, Madrid… ¡J….con España!».

Y es que realmente no parecía faltarnos de nada. Para la Exposición de Sevilla el Gobierno felipista presupuestó nada menos que ¡800.000 millones de pesetas! y para la reordenación, solo la reestructuración urbanística de Barcelona, 200.000 millones. Entonces los catalanes, y básicamente el alcalde Maragall no protestaron en absoluto contra la racanería de España, Maragall lo dejó para más tarde, antes, desde luego de que se confesara víctima anticipada del horrible Alzheimer: «Nada fue posible sin Barcelona», dijo. La Capital Europea de la Cultura se conformó con los restos, sobre todo, porque entonces mandaba en el Foro un alcalde no socialista, Rodríguez Sahagún, que se ocupó de la preparación de los eventos movilizando a los museos, las galerías, los auditorios, los festivales... para recibir a un aluvión de visitantes a los que festejaba un consorcio en el que dominaba un antiguo sacerdote de cuyo apellido es mejor no acordarse. Tal fue el éxito de su gestión, torpedeada, eso le salvó en parte, por el Ministerio de Cultura de González.

Él, presidente del Gobierno, sevillano al fin, se volcó con su ciudad de origen y se construyó hasta un tren de alta velocidad, el AVE ya de siempre, que incluso funcionó mejor entonces de lo que lo hace ahora. Sin embargo, los sevillanos de postín, de-toda-la-vida saludaron el tren con recelos: «Es un instrumento -acusaron- para que los madrileños nos invadan». La Expo fue concebida desde el pasado y para el porvenir; el inicio se definía así: «Las carabelas de Colón parten desde un muelle del Siglo XV para concluir, después de un largo e intenso recorrido, en un escenario de futuro donde se hallan los más recientes avances de la Humanidad». No pudo ser más solemne, ni rimbombante la enunciación, pero ocurrió lo inesperado: en la botadura de la réplica de la Santa María, la principal carabela del osado almirante, la tópica botella de champán se estrelló contra el estribor del barco e inmediatamente este se hundió. Estaban presentes las autoridades todas, Reina Sofía incluida, y el presidente del Instituto de Cooperación Iberoamericano, L.Y. (renunció a los apellidos por si acaso) con fama merecido de preclaro cenizo, solo musitó: «¡Qué fatalidad!». Hay famas que acompañan de por vida.

La Expo fue siempre un hervidero de rumores. El Gobierno se cargó hasta tres comisarios: primero, el arquitecto, o cosa así, Ricardo Bofill, que duró apenas un suspiro de La Giralda; segundo, el buen catedrático Manuel Olivencia, que quiso ser independiente del presidente de la Junta, Manuel Chaves, y este le mandó al hule porque no aceptaba su honradez; luego llegó un ingeniero, Jacinto Pellón, con el que se forraron todos los amigos del poder, de modo que la moneda oficial de la Expo se llamó el pillón. Y ya cuando el escándalo de la corrupción fue mayúsculo apareció por La Cartuja Ignacio Montaño, interventor del Estado que todavía está preguntándose quién se llevó mejor tostada.

Los Juegos Olímpicos de Barcelona tampoco fueron inocentes. Fueron dominados por los comunistas de la corporación municipal con Miquel Abad de apoderado, y todavía estamos pagando los españoles la fiesta. Las previsiones: el 33 por ciento de ingresos de televisión y el 26 por ciento de venta de entradas se quedaron cortas, así que el déficit se disparó pero, eso sí, el buzón español se llenó de dos cosas igualmente positivas: de medallas y de banderas españolas que poblaron por primera vez en la Historia el Nou Camp durante la final de fútbol que España ganó a Polonia.

Fue la España, aparentemente alegre y confiada, que hubiera escrito de nuevo don Jacinto Benavente, pero que por debajo de tanto fasto crujía con escándalos varios que afectaron a entidades tan reputadas como el Banco de España, donde su gobernador, Mariano Rubio, se dedicaba no solamente a hacer pronósticos financieros sino además y para su buchaca a realizar tráfico de influencia con información privilegiada que él, mejor que nadie, acumulaba. González creyó que tanto éxito exterior le llevaría de nuevo a ganar las elecciones y a fe que acertó, bien es cierto que por exigua mayoría, contra todos las profecías en contra y todas las luces de la razón, volvió a derrotar por 13 escaños al Partido Popular. Aznar, perdedor ocasional reconoció: «Todavía no estábamos preparados». La prórroga del felipismo no se alargó demasiado; Jordi Pujol tumbó pronto los Presupuestos del presidente, y este, que entonces se dedicaba a podar bonsais y escayolar encinas de la M-30 (confesión propia) dictaminó íntimamente: «Esto ya no da más de sí». Todavía dio para dos años más. Quizá fue la pérfida influencia de su gafe de cabecera.