Algo estamos haciendo mal en esta sociedad para que dos hermanas, que eran dos niñas, adoptaran la terrible decisión de acabar con el efímero recorrido de sus vidas. Anastasia y Alexandra se lanzaron al vacío desde una azotea, cansadas de vivir, desilusionadas, descontentas con sus días, agotadas y exhaustas con apenas 12 años. Acorraladas por sus fantasmas, prisioneras en un mundo de falacias, víctimas asfixiadas y prisioneras en su propio corredor de la muerte. Sólo escribirlo me araña el corazón.
Quizá las prisas de esta maquinaria moderna que nos atrapa los días, quizá la poca destreza que hemos trasmitido a nuestros niños a la hora de gestionar la frustración, (porque si la frustración no se sabe gestionar, se hace bola y nos ahoga, nos arrastra a la infelicidad). Quizá un uso elevadamente tóxico de las puñeteras redes sociales, que nos fagocitan voraces ávidas de postureo. Quizá la escasez y hasta la ausencia de valores en nuestro entorno más cercano. Quizá la edad, que empieza a forjar personalidad sin prescindir de esa inseguridad abrumadora que te empuja a sentirte fea, desproporcionada, gorda, flaca, impopular, pequeña, invisible... quizá que ponemos el foco donde no hay que ponerlo, quizá que nos equivocamos una y otra vez diseñando nuestras prioridades, quizá que olvidamos el material del que están hechos nuestros hijos, tan frágiles, tan perdidos, tan lejanos.
Se marcharon dando un portazo sin una despedida, sin una explicación, sin derecho a réplica, dejando un millón de preguntas que jamás serán respondidas.
Sin más.