Editorial

Las persianas que se levantan no salen gratis al comercio

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Cuando la inflación golpea, la sociedad se pone a cubierto en refugios con goteras. Se puede prescindir de ciertos bienes o hábitos que en tiempos de bonanza se convierten en gasto estructural de las familias, pero todo tiene límites. Además, el ahorro merma y, en consecuencia, crece la desprotección. Lo que es inevitable es la cesta de la compra. Un país como España, que cotiza entre las 20 mayores economías del mundo, no puede permitirse que haya familias pasando hambre. Las había antes de la escalada de precios y es ilusorio pensar que han desaparecido con los precios al alza. Pero la pobreza no se ataca con subsidios, que deben ser un respaldo coyuntural para ayudar a superar problemas. Lo contrario supone cronificar la pobreza. Un tiro al pie, en definitiva.

España, como la mayoría de su entorno geoeconómico, lleva ya demasiado tiempo siendo zarandeada por el rally de precios y en los últimos meses los focos se han puesto sobre lo más esencial: la alimentación. Las medidas impulsadas por el Gobierno se han manifestado claramente insuficientes, cuando no inaplicables en la microeconomía real, y los hechos son demoledores. La respuesta de algunos políticos resulta insultante por ser intelectualmente pírrica. Acudir al insulto de las empresas y sus propietarios para señalar a los grandes distribuidores como el enemigo a batir no aporta absolutamente nada. Ni mejora la situación de las familias, ni anima al empresariado a acordar medidas con el Estado, ni excita la inversión privada, ni repercute en modo alguno en los consumidores, que son quienes asisten atónitos a una ceremonia de la confusión en la que no faltan alicientes ideológicos.

Mientras, el sector sigue sufriendo una importante mutación. Las cifras son palmarias: en el peor momento para el consumo, las aperturas previstas de supermercados marcan un récord histórico. Parece una paradoja, pero tiene una lógica aplastante que obliga a hacer una reflexión sobre el comercio de proximidad. Los grandes distribuidores acceden a los productos, frescos o manufacturados, a menores precios que los minoristas, que se defienden con costes operativos (personal, flotas, logística...) mucho menores. Quien resulte más competitivo en el precio será quien arrastre a una clientela más obligada que nunca a mirar la cuenta final, y parece, a la luz de las aperturas, que son las grandes cadenas las que van ganando. Paralelamente, los minoristas cierran -con la excepción de las panaderías y similares- y eso impacta en el urbanismo, en la prestación de servicios de proximidad y en la calidad de vida en los barrios. A veces, ahorrar unos euros puede salir muy caro.