José Juan Morcillo

José Juan Morcillo


«La Parada»

28/06/2023

A «La Parada» suelo acudir para hacer penitencia. Pascual acostumbra a estar a la puerta, fumando un pitillo. La voz de Pascual es fosca y parece quebrada en esquirlas como las de los ladrillos que durante más de treinta años cortó en Menorca, pero uno gusta de escucharla cuando se arranca por refranes y pareados populares; cansado del exilio, al igual que el Ricote cervantino regresó a su pueblo y ahora, cerca de la jubilación, coloca en la vitrina de la barra las generosas bandejas de comida que Juani, su mujer, ha estado cocinando desde muy temprano. Juani se toma su trabajo muy en serio y con mucha profesionalidad, y esto se comprueba en la calidad de los productos y en la higiene y el cuidado con que los elabora. Cuando descansa de los fogones, se acerca a las mesas para saludar a los parroquianos con una amabilidad y una educación no fingidas; Juani habla con una corrección fonética y gramatical poco frecuente incluso en cicerones públicos.

Hay en «La Parada», en su nombre, una invitación a descansar de las fatigas. La austeridad del local se adorna con la cordialidad de la gente, vecinos del pueblo, Casas de Juan Núñez. A los pocos días, Juan y Alonso me invitaron a su mesa para compartir penitencia con ellos, y con Román y Manolo, que son, los cuatro, archivos vivos de la localidad. Alonso es afable y bonachón, de fuerte carácter manchego forjado antaño con el bastón de mando y aplacado ya, las más de las veces, por una honda melancolía que se le regala por los ojos cuando alude a su salud, debilitada por la edad. Juan es un agricultor risueño y vivaz. Lleva a gala la prosapia de sus apellidos, González-Caballero Martínez-Alcalá, que casan con su cabello cano al estilo patricio y su perfil romano. Antes de hablar, aprieta el mentón, paladea las palabras en su boca como caramelos, levanta suavemente el brazo y, al fin, con gesto sonriente analiza el oraje y el estado del campo o rescata historias lejanas, como la de Elías, de Campoalbillo, que quedó ciego porque su viuda madre no le dejó salir de casa por miedo a que un mal de ojo se llevara también a la tumba a su único hijo.

Una parada obligada para recobrar la cordialidad y la salud, para compartir penitencia y para aprender. Hay que parar aquí y restaurarse.