Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Feminismo y Madame Bovary

13/03/2023

La grandeza de las obras maestras de la literatura estriba en las múltiples lecturas que ofrecen. El caso de Madame Bovary es, a este respecto, paradigmático. No en vano, el propio Flaubert, cuando tuvo que afrontar, en 1857, el proceso por inmoralidad y escándalo en una Francia hipócrita y filistea cuya doble moral burguesa había sido puesta en cuestión, más de un siglo antes, por el abate Prévost en su celebérrima Manon Lescaut, escribió: «Enma Bovary vive en todas las ciudades y pueblos de Francia».
¿Por qué decía eso el autor de Madame Bovary? Obviamente porque, a esas alturas, tenía conciencia de que, más allá de su singularidad (Enma Bovary está inspirada directamente en Eugène Delamare, esposa de un antiguo compañero de colegio. De ahí que la novela empiece en primera persona – «Nos encontrábamos en la sala de estudio cuando entró el director seguido por un 'novato'»–, para pasar inmediatamente a la tercera), Enma, como Alonso Quijano, trasciende esa singularidad para convertirse en prototipo.
Pues bien, vivía en todos los pueblos de Francia, como posiblemente de Inglaterra, de Alemania o de Italia (y un par de décadas más tarde, en España -con Ana Ozores- y en Rusia -con Anna Karénina-), porque las nuevas estructuras burguesas salidas del paso del entorno rural al industrial, tendían, ya en esos años del siglo XIX, a asfixiar el desarrollo y la emancipación de la mujer que aspira a dar rienda suelta a sus sueños y a una liberación como persona.
Enma es una soñadora (por culpa de una educación malsana, en un internado religioso, en el que una vieja oportunista se encarga de pasarles libros de Scott que obran en las jóvenes y tiernas alumnas parecido efecto que las novelas de caballerías en Don Quijote), que, como le ocurriera al propio Gustave Flaubert (de ahí su rotundo «Madame Bovary soy yo»), intenta vivir en un mundo en el que muy pronto se convierte en una inadaptada. Se casa con Charles, un hombre bueno pero mediocre, únicamente para salir de la casa paterna. Intenta vivir su vida y, cuando se da cuenta, se ha convertido en un juguete en manos de seres que primero la deslumbran y cuando toma conciencia de su banalidad, mediocridad y cobardía, es demasiado tarde.
Madame Bovary vive en un entorno cerrado, claustrofóbico y despiadado, donde podría haber languidecido como tantas y tantas burguesitas ociosas, en medio de sus iguales, echando de cuando en cuando una discreta cana al aire, y volviendo luego al redil. Pero eso no va con ella. Cuando, a medianoche, enciende la vela y mira extasiada el mapa de París, mientras escucha irritada los ronquidos de su marido, algo nos dice que todo va a acabar muy mal. Aunque, a diferencia de lo que vemos en La Regenta (novela en la que Ana Ozores cae finalmente en las redes de Alvaro Mesía, un donjuán un tanto decrépito y tronado), Enma es parte activa en sus dos adulterios (palabra terrible, propia de la moral burguesa), en especial en el primero, con Rodolphe Boulager (otro pobre seductor de baja estofa; un tipo decadente y trivial como vemos en el ensañamiento que Flaubert pone en la célebre escena de su seducción en la feria agrícola con esas frases que se hacen eco: él soltándole lugares comunes de un romanticismo vacío y el orador hablando de cabezas de ganado, cuernos y basura). El nihilismo de Flaubert alcanza límites inauditos en tales momentos.
Y qué decir de la escena final hasta el momento en que concluye la historia de la desdichada Enma (no vale desvelar el desenlace por si alguien que no haya leído el libro se aviene a leerlo); como en el caso de Manon, de Effi Briest, de Ana Ozores o de Anna Karénina (todas escritas por hombres), Enma se ve aplastada por los resortes de una sociedad implacable, un statu quo potentísimo conformado por los consabidos poderes fácticos que únicamente le dejarán dos alternativas, tan tristes la una como la otra.