Traidores

José Francisco Roldán
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«No se han extinguido los Audax, Ditalco y Minuro hispanos que asesinaron a Viriato, porque siguen por ahí»

Imagen de una de las pinturas que están expuestas en el madrileño Museo del Prado. - Foto: Museo del Prado

No pocos estudiantes de ahora ignoran la leyenda o historia del caudillo lusitano, Viriato, enfrentado a Roma, que fue asesinado por tres de sus emisarios, Audax, Ditalco y Minuro, cuando regresaron de negociar con Cepión. El general romano les ofreció buena recompensa por matarlo mientras dormía. Cuando fueron a cobrar lo prometido les respondió que Roma no pagaba a traidores. Salvando los detalles y tiempos, no es complicado encontrar conductas parecidas en nuestras relaciones personales y sociales, donde los renegados campan por sus fueros disimulando sus bajas pasiones y recónditos argumentos de la peor villanía.  criminaa españoles. 

La deslealtad es moneda común en unos momentos de ignominiosa algarabía del deshonor. Vivimos días de luto, porque la falacia se merendó a la gallardía, lo que supone aprovechar la ventaja para desdeñar cualquier comportamiento correcto. La actividad política rezuma indignidad, que suele ser premiada con generosidad. Según cuentan, Roma no pagó esa traición, pero hubo otras muchas, como la de César. Los entuertos políticos actuales remuneran generosamente la conspiración. No es preciso buscar en el papel couché para conocer hechos deplorables desertando de compromisos, promesas o contratos del sentimiento, porque la desvergüenza se ha apoderado de la vida social y oficial. Se desprecian muchos acuerdos, presuntamente, inalterables, dibujando trazos retorcidos con letra pequeña. Nos engañan sin remilgos todo tipo de empresas, grandes o pequeñas, con las que tenemos la mala suerte de cruzar nuestra vida y hacienda, porque sale muy barato malmeter y faltar a la palabra dada, que en otros tiempos fue sagrada. 

Extrema deslealtad. Sedición, rebelión y traición son términos que sirven para romper cualquier compromiso legal con una sociedad articulada democráticamente. Ninguna nación solventa ese tipo de actos, aunque se llamen de otro modo, sin reproche ejemplar. La traición es un delito consistente en cometer un acto de extrema deslealtad respecto a un país o a su jefe de Estado. Y nos viene a la memoria aquel episodio histórico, datado el 17 de julio de 1873, cuando Cartagena se rebeló contra España en plena Primera República, de infausto recuerdo. Hasta Murcia acuñó su propia moneda de plata. Tras diversos enfrentamientos armados, los sublevados no tuvieron mejor idea que ofrecerse al embajador de Estados Unidos para que se anexionara Cartagena y abandonar España. Un gesto de alta traición, que estudiaron los gobernantes norteamericanos, porque Cartagena era muy golosa estratégicamente. Las autoridades de facto en una parte de España negociaban con una potencia extranjera para recibir apoyo militar y escindirse de su patria. Es curioso encontrar ciertas similitudes con el comportamiento de las autoridades catalanas en estos tiempos, que se ofrecieron a una potencia extranjera pidiendo ayuda económica y militar para independizarse. Se habló de refuerzos armados para oponerse al poder del Estado, un ejemplo indiscutible de alta traición. El colmo de la desvergüenza sería imaginar una medida de gracia o comprensión legislativa para eliminar de la verdad semejante estropicio histórico. No cabe en cabeza humana reconocer la impunidad o el perdón frente a singular conducta injustificable. 

Nada que ver con otros episodios de deslealtad, que no serían delitos de traición, como el Tamayazo, en 2003, cuando dos diputados propios privaron de la mayoría al PSOE para conseguir el poder en la Comunidad de Madrid. Conducta que se reclama cotidianamente para descabalgar a los que gobiernan, ejemplo habitual de traición ética, con el que nos estamos topando demasiadas veces en ayuntamientos, diputaciones o comunidades autónomas, que sí pagan, no como decían los romanos de entonces. No se han extinguido los Audax, Ditalco y Minuro hispanos, porque siguen por ahí. 

La avaricia política, secesionista o no, emerge para apoderarse de caudales públicos, que son impuestos esquilmando el bolsillo indefenso de ciudadanos cansados del desparpajo, que demuestra cualquier moderno y desahogado sheriff de Nottingham, que, por cierto, también se comportó como un traidor.