Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Desvalidos en el talego

12/04/2024

Se llamaba Nuria, tenía 46 años, una hija y se encontraba -por aquello de compartir edad- en lo mejor de la vida. Era la jefa de cocina de la cárcel de Mas d'Enric en Tarragona y este sábado se cumple un mes de su asesinato. Un preso que estaba condenado por haber matado a otra mujer se la cargó a cuchilladas y después se suicidó. Invertir el orden de los hechos habría salvado a Nuria, pero, como suele ocurrir en los casos más graves de violencia machista o vicaria, la secuencia del delito implica causar el mayor dolor posible. 
¿Qué hacía en la cocina un tipo condenado a 11 años de prisión por matar a puñaladas a otra mujer?  Era un preso de confianza y le habían llevado allí, supuestamente, por buen comportamiento, dejándole en un lugar donde se manejan utensilios potencialmente peligrosos como son los cuchillos. Además, son trabajos que los reclusos realizan dentro de la cárcel y por los que reciben una compensación económica. Y todo bajo un principio recogido en el artículo 25 de la propia Constitución: "Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social". Cuando este deseo -que es lo que refleja el texto- choca con la integridad de los propios funcionarios, hasta el punto de costarles la propia vida, se produce una situación de desamparo que la administración no está sabiendo resolver. Primero, lo invisibiliza. De no ser por los sindicatos de prisiones las agresiones diarias e, incluso, los asesinatos quedarían ocultos bajo los muros de la propia cárcel. Luego lo minimiza, no poniendo solución y manteniendo riesgos inasumibles para los que trabajan en las cárceles. El resultado es que lo que nunca debería suceder se repite con demasiada frecuencia.
A los problemas habituales en el interior de las cárceles se ha añadido el aumento considerable de presos con enfermedades mentales, desde bipolaridad hasta trastornos de personalidad, pasando por conductas antisociales, que, con los recursos psiquiátricos que les proporcionan desde Instituciones Penitenciarias, los funcionarios no pueden abordar. Según la Organización Mundial de la Salud, en los centros penitenciarios españoles hay 0,2 psiquiatras por cada 1.000 personas en la cárcel. Con esta ratio, los sindicatos hablan ya de manicomios en lugar de talegos. 
Esto lo hemos repetido alguna vez: los trabajadores de prisiones son los garantes del estado de derecho menos reconocidos. Sin su trabajo, la labor que realizan las Fuerzas de Seguridad y la Justicia estaría incompleta. En cambio, no son considerados como agentes de la autoridad, una vieja reivindicación de este cuerpo. Nuria nunca podrá explicar ya lo que sucedió, pero de poder haberlo hecho, no contaría con la presunción de veracidad y su testimonio no habría prevalecido sobre la versión de un preso. 
No se está abordando el reto de mejorar el sistema penitenciario español, ni la dignidad que exige este colectivo profesional tan importante para todas las sociedades libres, aunque hablemos de un escenario entre rejas. Un mes después de la muerte de Nuria el foco ha desaparecido de las cárceles, también de las catalanas, donde las protestas de los primeros días bloquearon incluso el acceso a las principales prisiones de esta comunidad. Y retirada la mirada, la propuesta de soluciones ha sido nula. Este es un ejemplo de la obsesión de los independentistas por asumir competencias que después se ven incapaces de gestionar, en este caso, por cierto, con resultado no muy dispar a como se está haciendo en el conjunto del Estado. Una muerte como la de la cocinera de Tarragona no ha de quedar sin que se depuren responsabilidades y, paralelamente, debe servir para mejorar las condiciones de seguridad de estos funcionarios.