Sin duda, ahora, cuando ha acabado el verano alguno podría decir eso de que «ya nos falta el verano», en ese plan nostálgico que supone el final del estío, momento de vacaciones, alegrías, playas, regocijos, encuentros, amores y desafíos. Por otro lado, la llegada del otoño siempre es placentero, sobre todo para los románticos, esos amantes del color, la tranquilidad o la creación literaria.
Pero no me guía en esta reflexión, hablar sobre el verano como estación climática, sino esa frase tan habitual, antes y ahora –quizás ahora en estos tiempos revueltos y envidiosos, más utilizada-, en la que ejemplariza algo de necedad, desequilibrio, escasez o tontez –en el buen término de la palabra-. Y me refiero a la frase «a ese le falta un verano».
Leía en el magnífico rotativo El Español en América este comentario: «La fraseología motiva nuestra atención y fortalece nuestro discurso dando pruebas de nuestro conocimiento léxico y dominio del vocabulario».
Y es que Polguére, un famoso lingüista escribía en sus locuciones que «cohesionan el sistema de la lengua» y, son parte sustancial de las unidades léxicas constituyendo el centro de los idiomas naturales.
Por eso, la frase «a ese o esa, le falta un hervor» es, si cabe más conocida, pero sin duda, tan locuaz, sentida y expresiva como la primera. Da igual que ese «hervor» o ese «verano» le falte, lo cierto es que hay muchos y muchas a los que bien se le podría aplicar, y no me refiero a ese pobrecito limitado en su desgracia que en cada pueblo queda definido, casi siempre injustamente, sino a los muchos que se tienen por afamados, ilustres e intelectuales, y sin embargo, dan prueba bastante a menudo de que «les falta un hervor».
Resulta ridículo comprobar el uso de «le falta un hervor» en una serie de fines del XIX, cuando la primera vez que se documenta la frase es en 1995, pero me da igual –como decía el excéptico- que sea del XIX o del XX, o tal vez, del XXI, porque lo cierto es que abundan más de la cuenta. Y uno no se da por aludido, ni siquiera el que puede sentirse seguro y como diría Descartes, nadie –pero nadie, queda libre de quedar fuera-, más que nada porque vemos siempre «la mota en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro» y por tanto, nadie queda al margen si cuando actúa en sus condiciones más usuales, no es capaz de darse cuenta de que la humildad, la bondad o el respeto son –o deben ser- las normas a seguir, para de esa manera ser más ecuánimes, normales y coherentes en esos postulados que expresamos.