Lo sucedido en Marruecos este pasado fin de semana es una bofetada de realidad ante la que, seguramente, nos lo debemos hacer mirar. Y con urgencia. Por supuesto que fue un terrible terremoto el que asueló Marrakech y zonas aledañas, pero lo más lamentable es que los tremendos daños personales y materiales que ha ocasionado podrían haber sido mucho menores si este seísmo se hubiera localizado en una zona del primer mundo, como es España. Es una evidencia que si sacudes como una estera cualquier ciudad del mundo los daños serán cuantiosos, pero si esa urbe está levantada a base de barro, adobe y miseria el resultado final será apocalíptico. Mirando los estragos causados por el temblor, en nuestro país vecino, lo percibimos con una falsa lejanía que no debe de llevarnos a equívoco. Marruecos está a dos pasos nuestro, aunque no queramos mirar para abajo en demasiadas ocasiones. Lo que tenemos al sur, e incluso al oeste, de nuestras propias fronteras no nos gusta. Consideramos, sin razón, que son peores que nosotros y eso les resta atractivo y los despoja de nuestra empatía y solidaridad. Hete aquí el error, no son menos buenos, son sobre todo más pobres. Y son así porque llevan desde tiempos inmemoriales bajo el reinado de una familia de despiadados dictadores que, como siempre pasa, sólo les interesa ser inmensamente ricos a costa de que todos sus súbditos sigan malviviendo inmersos en una situación de indigencia permanente. Hay miles de muertos, bajo toneladas de escombros, a escasos kilómetros nuestro y preferimos verlo todo como si de una película se tratara. Y siendo testigos de este gran desastre algunos caerán en la cuenta de que nos pasamos la vida quejándonos de lo mal que va, y se vive, en España, cuando seguramente no tenemos tanta razón para ello. No soltamos una lágrima viendo cómo sacan a los muertos de entre las ruinas de la Medina. No hay dolor. No los sentimos como si fueran de los nuestros. Pero, ¿en qué clase de hijos de puta nos estamos convirtiendo?