José Juan Morcillo

José Juan Morcillo


Jenas

01/11/2023

Los cementerios, satisfechos de flores frescas y de frágiles adornos que arrastrarán las borrascas otoñales, son la imagen de una primavera desubicada de la que no quedará más que el silencio dentro de unos días. Es la estampa del tributo que rendimos anualmente a los difuntos añorados, difuntos con los que solemos conversar mientras desembarramos las frías y calladas lápidas con el limpiacristales y los trapos que hemos llevado de casa. De esta efeméride, como de todo, aprovechan los comercios para hacer caja y los centros educativos para divertir un rato a los guachos. Las calles de la ciudad, a la hora de ir al cole, se colorean de criaturitas que no tienen miedo ni al coco ni al lobo de Caperucita, niños a los que sus padres han disfrazado de zombis, de vampiros o de muertos vivientes y, con carmín y otros materiales, han pintado sus caras, sus bracitos y sus piernas simulando cicatrices sangrantes, huesos descarnados y ojos tuberculosos.
El terror es aquí una diversión que ni lacera ni mata, que no asusta ni al más pintado porque no es terror sino teatro del dolor y de la muerte para orgullo de los padres, que no se cansan de fotografiar a sus nenes, y para resignación de docentes, que un año más han cumplido con la protocolaria actividad lectiva.
El terror es en otros países una realidad con la que conviven miles de niños a los que cocos y diablos de verdad lanzan bombas para matarlos. Ayer vi en un periódico la foto de una niña de Gaza recién salida de unos escombros, de pie y aterrorizada, la boca abierta y seca en un grito sin eco y las manitas crispadas buscando alguien a quien abrazar, desgreñada y sucia, la piel violácea por la polvareda de la destrucción. La imagen del terror, la estampa del pánico. A esta niña le han mirado a los ojos el terror y la muerte; a esta niña y a otros miles de gazatíes les escriben sus padres, en los brazos y piernas, sus nombres para que sean identificados en caso de que una bomba los desfigure o desmiembre, trazos y letras que parecen jenas, no dibujadas con alheña, sino con bolígrafos urgentes de cuyo cosquilleo en la piel brota en las caras de estas criaturas, al menos por unos segundos, una leve sonrisa, pero triste y apagada por el hambre, la desolación y la muerte.

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