Mientras en el resto del país se va bajando la persiana del tiempo de vacaciones con esa sensación plomiza y melancólica de domingo por la tarde, mientras en otros lugares de España se va decidiendo entre «Dedales del mundo» o «Construye tu propia casa de muñecas» para afrontar el otoño anaranjado, mientras otras personas gestionan como buenamente pueden el síndrome posvacacional, en Albacete nos preparamos para los días más grandes.
La ciudad se engalana, se perfuma para su feria pasando de cero a 100 en apenas siete días. El septiembre bullicioso entierra al agosto desierto.
Es como si el calendario nos regalara un tiempo de descuento, como si fuera piadoso con nosotros concediéndonos un deseo, que no es otro que esa quincena de transición entre la época estival y la agenda marcando rutina. Un período de adaptación para pisar con firmeza las jornadas de prisas y consultas continuas al reloj que, jocoso, se burla de nosotros.
Muriendo agosto, la sonrisa se dibuja de manera involuntaria en nuestros rostros porque somos sabedores de que aún nos queda el postre, y no un postre cualquiera. Cerramos maletas y puertas de segundas residencias que, durante unos días, sirvieron de escenario a nuestros descansos más deliciosos y lo hacemos con la dulce emoción del punto y seguido.
Llega la feria y Albacete luce su mejor versión, saca músculo consciente de que es la más bonita y atractiva, la más acogedora y divertida, la más interesante y espléndida. Llega la feria y con ella una explosión de alegría.