Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


El pedrisco

06/04/2024

De tarde en tarde la vida, de suyo ordenada en sus rutinas, en aceptable rota, sin reparar en novedades, soporta como un pedrisco alegórico y moral. El último descubrimiento, desarbolando, como el granizo, lo ha sido de una cuarentena de nuevas galaxias, en unas horas, y la ciencia, resguardándose con un paraguas de asombro, ha hecho acopio de tal pedrisco y las ha nombrado 49ers, en referencia a los mineros de la fiebre del oro de California en 1849. Para un hombre de literatura, tal estallido, podría llevar la firma de El barco ebrio de Rimbaud -«He visto archipiélagos siderales, con islas / cuyo cielo en delirio se abre para el que boga»-. El hombre corriente, de la calle, se refugia en el vano de una casa, y espera un rato a que descargue la piedra, y en ese aguardar se siente más solo y pequeño -nada entiende de esas nuevas estrellas, quizá el carro de la Osa Mayor- y mira al cielo como buscando al Padre. Antaño las estrellas eran nombradas con sosiego y mesura -el hombre de a pie mostraba cercanía y gratitud para con el descubridor-. El epitafio de Joseph Fraunhofer es conmovedor: «Approximavit sidera»; «Acercó las estrellas»-no hizo con ellas contaduría. Parece que el astrónomo alemán, envenenado por los vapores de los metales pesados, dedicado a la fabricación del cristal, estudiaba en una abadía benedictina desconsagrada -atento a la contemplación y a una disciplina amable, cada descubrimiento era motivo de prudente cercanía; el vidriero era como el modesto buscador de oro, filtrando por entre las arenillas del río, para hallar una estrellita dorada-. Pero hoy es todo como de aluvión, se cataloga de un golpe a las plurales galaxias y se las descubre en torrente, por horas, y en esa borrachera de oro, nos caen como una granizada de abril, despabilándonos y haciéndonos preguntas -a nosotros, sorprendidos de esta catarata de estrellas que nos caen, una tras otra, con la violencia del no saber nada de este mundo tan grande; a Pablo Neruda, «con las estrellas abiertas en el frío» y al barco de Rimbaud, «sorbiendo el cielo verde». Y frente a tantas preguntas altivas, el hombre de la calle, despejado el camino, vuelve a su rutina ordenada, empeñándose en hacerse brillar un poco -también se siente estrella, quizá del mismo hilo, enhebrando uno u otro apremio. Y sigue mirando al cielo como buscando al Padre.