Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


La tierna indiferencia del mundo

31/01/2022

Nada me ha producido más hastío a lo largo de mi vida que llegar, en tren o en coche, a una populosa ciudad en la que no conoces a nadie, a eso del atardecer. Ver el bullicio en torno a ti; el ir y venir de gentes de toda edad y condición; mientras tú te sientes solo, pero solo de solemnidad; más solo que en si estuvieras en el desierto, donde siempre existe la posibilidad de que te salga al paso el Principito.
Y es que, en circunstancias así, las carcajadas te chirrían, la felicidad, o más bien lo que piensas que puede ser felicidad, te parece un insulto; la vida que bulle a tu alrededor se te asemeja una pura comedia, algo falso. Entras en un restaurante a cenar, y la sensación se torna aún más agobiante. Te sientes como un intruso; como si estuvieras de más; parece que te miran, pero ¡qué va!, eres transparente.
Esa y otras muchas sensaciones agónicas de esa índole he sentido cuando me entero hoy de la muerte del conocido fotógrafo René  Robert en una de las ciudades más concurridas del mundo. Acababa de cenar, temprano como se cena en París, y a eso de las nueve salió a dar un paseo por una conocida calle parisina. Era noche cerrada y René miraba el cielo estrellado, la transparencia del aire, o acaso ese detalle inesperado que, como fotógrafo de prestigio siempre buscó a lo largo de su dilatada existencia; acaso incluso andaba extraviado en sus pensamiento. Lo cierto es que, de repente, se sintió mal y cayó desplomado en medio de la acera, donde quedó inconsciente.
En cualquier pueblo, en cualquier aldea que le hubiera ocurrido semejante percance, muy mala suerte habría debido teneer para que a esa hora no lo hubiera socorrido nadie. Pero, claro, estaba en París, como podría haber estado en Londres o en Nueva York: uno tras otro, los transeúntes pasaban cerca o junto a él sin prestarle la más mínima atención, o confundiéndolo acaso con un clochard  borracho. Sea como fuere, en su quietud, René Robert se había vuelto transparente, mientras agonizaba. Él, famoso a sus 84 años, merced a sus instantáneas, acostumbrado a captar las esencias de cada momento (como hiciera con Camarón y Paco de Lucía), ahora decía adiós a la vida porque aquellos que pasaban junto a él iban pendientes de sus propias preocupaciones y de sus propios egos, incapaces de apreciar ya no sólo el detalle nimio, sino la muerte de un ser humano, golpeado en el asfalto y presa de una hipotermia severa.
Parece mentira, pero así es la realidad de terca y de cruel, y de irónica y de sarcástica. Tuvieron que transcurrir más de nueve horas, hasta que, curiosamente, un vagabundo se detuviera ante él y, al constatar que estaba agonizando, llamara a los sanitarios. Inmediatamente llegó una ambulancia que lo trasladó a un hospital cercano donde lo único que pudieron hacer es certificar su muerte.
Al conocer la triste noticia, un periodista amigo de René, Michel Mompontent, se apresuró a denunciar lo ocurrido. «Asesinado por la indiferencia» (la tierna indiferencia del mundo, diría yo, emulando al Camus de L´Étranger), comenzaba diciendo. «Murió solo en una concurrida calle de la capital sin que nadie se detuviera a socorrerlo; este trágico y repugnante final de vida nos enseña sobre nosotros mismos», añadía. Y, naturalmente, Michel agradecía la ayuda del vagabundo que socorrió a su amigo, al tiempo que manifestaba su deseo de conocerle. «Fue el único ser humano que pidió ayuda», concluía.
Y nosotros, conscientes de estas tragedias domésticas, no podemos menos de preguntarnos «Qué estamos haciendo con nuestras vidas» para llegar a ese grado de insensibilidad. Por suerte, que hubiera dicho Samuel Beckett, siempre anda por ahí un Vladimir o un Estragón esperando a un Godot que jamás llega, porque la muerte siempre se adelanta.

ARCHIVADO EN: París