Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Perdón

25/07/2020

Decapitado sigue siendo nuestro patrono. En realidad lo decapitamos todos los días -ayer mismo en una ceremonia pagana, que ni siquiera llegó a las alborotadas celebraciones de la Francia revolucionaria, ceremonia para despedir a los muertos por la epidemia, en la Plaza de la Armería del Palacio Real-. No fue un funeral, todo lo más un paupérrimo recordatorio frío, una falsa ceremonia civil. Si civil era -y se le confirió la más alta condición, la del Estado- no se oyeron disculpas ni palabras de perdón para los muertos; tampoco hubo una celebración de los altos valores constitucionales -la paz, la libertad, la igualdad- por los que lucharon la inmensa mayoría de nuestros padres muertos -padres y madres orillados en residencias y en una medicina selectiva o de guerra: vive tú que eres joven, déjame aquí a la muerte, su mano de hielo ha levantado esta sábana residencial de viejo. Idearon un pebetero y unos círculos en derredor de los altos cargos europeos y hasta mundiales (¡de la salud!) y nos dedicamos a enterrar dándonos los mejores ánimos, sólo faltó que nos condecorásemos los unos a los otros, el joven Felipe VI asistiendo a la nueva pompa y ceremonia, el primero de los pilares del Estado (ceremonia civil de Estado) parecía estar descabezado, los tiempos empiezan a ser tiempos de lobo -las miradas no engañan; aturden y ciegan-. Nadie pidió perdón. Nadie humilló la cabeza. Los deudos de los muertos tenían derecho a recibir por ellos, también por sí mismos, una disculpa solemne          -de Estado- para que cívicamente y como condición previa de la nueva normalidad, nos levantemos todos en favor de la nación -escribiré la patria-. No es una cuestión de laicismo. Si la ceremonia es de Estado allí faltó la concordia de la Transición -creo que fue la causa verdadera por la que Felipe González (el último patriota) no asistió- y la generosidad y el perdón que, por edad, se dieron los ancianos que murieron abandonados, ahogándose sin remisión-. Aquello sí fue un verdadero pacto del abrazo: el abrazo no es círculo ni cuadrado ni fuego ni hornillo; es algo que va más allá y que ganó la paz política de España. Nos queda el santo decapitado, nuestro patrón -y el patronazgo va más allá de la confesión-. La liturgia religa, ciñe más estrechamente, ata de nuevo a los muertos con los vivos. Y además pide perdón.