Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Ceniza

10/04/2021

Qué horror -pensé- cuando el diamante adorne el cuello de la viuda. Llevar al muerto (las cenizas del muerto reducidas a la joya) por entre la vida nueva, una vez pasado el luto, y, al igual que por costumbre, hacemos rodar la alianza de boda, llevarse la mujer a los dedos (quién sabe si a los labios) el quilate certificado del diamante. Cunqueiro (visitarlo es una fiesta) nos habla de un amigo de Quevedo que había llenado el vaso de su reloj de arena con las cenizas de una hermosa mujer        -afición que lo fue italiana- y el de una joven viuda que en los tacones huecos, con la finalidad de no caminar sola, se acompañaba de las cenizas del esposo muerto -zapatos de viuda o quizá de soñadora nostálgica-. El mariscal Lannes había dejado su bastón labrado sobre las botas que ya no calzarían sus pies gangrenados -era el único hombre en Francia que tuteaba a Bonaparte- y Napoleón, asiéndole las manos cuando rendía la vida, se despojó de su bastón labrado de águilas y lo guardó junto al de su mariscal, para que vivo y muerto, pudieran hablarse y conllevarse para siempre. Los envenenadores de profesión (admirables para Stendhal) guardaban en el tacón de sus zapatos la dosis exacta para matar a un hombre y los cortesanos aviesos o felones algún documento secreto -parece que así lo hizo el príncipe Fernando traicionando a su padre Carlos IV-. Todas estas aficiones participaban del secreto y a nadie habrían de revelarse, pero, como todo secreto, habría una excepción que más tarde la contaría para leyenda de la viuda o del consolado amo del reloj de arena -ahora ceniza-. Qué horror, hacer de las cenizas un diamante, para mostrarlo al mundo en trinidad: por lo que vale, por ser diamante y por decirlo a todos -a no ser que ese decir lo fuera el de Quevedo, «médulas que han gloriosamente ardido»; o fueren los ramos de ese domingo, ya incinerados, para las próximas cruces de ceniza-. En un naranjo -concluye Cunquiero- está el cuerpo de una princesa antigua, del que asoman sus cabellos de oro que un ángel baja a rizar toda mañana -de lejos parecen naranjas, pero no lo son-. Ese milagro lo celebraban los zapatos venecianos de una dama que escondían dos cajitas de música para recordarse la ceniza enamorada.