Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Sarrión

02/10/2021

Cuando uno entierra a su padre suma y resta ausencias. Siempre recuerda uno a quienes no fueron -quizá no asistieron por pereza o incuria; o por un rencor que afloró ese día; o por pura desgana; pero a esas cosas conviene orillarlas; quién no asistió a un funeral o ni siquiera llamó al teléfono de la sala de duelos; nadie está libre de esa falta; falta que deja impresa como una sanción moral que te persigue un poco; y no te remuerde por lo que piense el deudo del muerto y sí por tu valía escasa- y en esa resta estaba, con todo derecho, por motivos de salud, Antonio Martínez Sarrión. La noche que enterré a mi padre, Sarrión me llamó desde su casa de Madrid y hablamos dos horas largas por teléfono para contarnos las mismas cosas       -en realidad eran muy pocas cosas-; Sarrión era, por su generación, del tiempo poético y cultural de mi padre; así que mi prosa y andadura le eran extrañas -si uno sostiene la traducción de Las flores de Mal, en la edición de La Gaya Ciencia de 1977, comprenderá lo que digo; ese volumen (edición de mil ejemplares de papel alisado y 50 ejemplares numerados en papel de hilo) lo dice todo de una generación poética-. Hablamos de mi padre -de esto hará muy pronto cinco años- y lo último que supe de Sarrión lo fue por Miguel Ángel Gallardo; teníamos pendiente un pequeño homenaje: recitar y grabar algunos de sus poemas; y hacérselos llegar antes de que fuere tarde -y se nos hizo tarde ya del todo-. La noche que enterré a mi padre -sin querer uno echaba en falta a los que no fueron y permanecieron mudos, antaño vocingleros y de adulación fácil- Sarrión me dijo que mi padre siempre fue uno de sus maestros, repasó con detalle aquellos años, hablamos de don Francisco Pérez y se quejó amargamente de algo que me callaré por prudencia, pudor y elegancia. No volví a hablar con Sarrión -de él sí hablé con Eduardo Torres Dulce a propósito de las memorias de John Huston- al que siempre tuve presente cuando leía a don Juan Benet -Sarrión lo cita como el único que leyó el manuscrito completo de la traducción de Baudelaire-. Mi padre y yo hablamos poco de Antonio -las generaciones literarias rivalizan- y sí de la común ceguera.

ARCHIVADO EN: Madrid, Salud