Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Querido hijo

05/03/2021

Acabas de cumplir 26 años y he decidido escribirte esta carta para contarte cómo fue tu nacimiento. Estuve allí presente, aunque apartado para no molestar. Nunca había imaginado que el momento de nacer fuera tan violento, tan intenso. Tu madre lloraba, la doctora gritaba órdenes y la matrona se subió a la camilla para empujar la barriga de tu madre y ayudarte a salir. De repente, decidieron emplear la ventosa, un instrumento que yo tenía entendido que apenas se usaba, pues deformaba el cráneo de los bebés y comportaba algunos riesgos. ¿Pero quién era yo para llevar la contraria en medio de aquel desbarajuste? El caso es que trajeron la dichosa ventosa, que parecía un instrumento de tortura de la Gestapo, y la pusieron en marcha. Y detrás de la ventosa apareciste tú. Confieso que al principio no quise acercarme mucho, porque te imaginé con cabeza de pepino, como un marciano de película mala, o con seis dedos en las manos, o con tentáculos, o qué sé yo. Te llevaron a un rincón que estaba fuera de mi vista y te oí gorjear, pero no lloraste. Y comenzaron a limpiarte la sangre y otros restos de la batalla que acababas de librar. Mientras tanto, tu madre se había quedado callada, como dormida. «Está agotada», me dijeron. «No te preocupes». Pensé que al menos debía informar a tu progenitora del asunto de los tentáculos, de modo que me acerqué a verte. Te habían vestido con la ropita que había tejido para ti la tía Maruja y agitabas los brazos y las piernas como una tortuga panza arriba. Tenías mucho pelo y te habían peinado cuidadosamente, con la raya a un lado. Tus ojos estaban abiertos y eran muy oscuros. Tus labios se movían y parecía que tratabas de decirme algo. No vi ni tentáculos ni dedos de más. Me pareciste guapísimo y así se lo comuniqué a tu madre: «El nene es perfecto». Y creo que lo sigues siendo.