Se despide agosto y la ciudad renace de sus cenizas como si hubiera sobrevivido a un holocausto nuclear. Y nunca resultó más apropiada la palabra holocausto, que etimológicamente significa algo así como «todo quemado». Estamos a punto de dejar atrás un verano de asfalto ardiente y calles vacías, un verano de noches tropicales sin cocoteros ni daiquiris ni playas paradisíacas. En algunos momentos el calor ha resultado enloquecedor, y a veces parecía que todo estuviera a punto de estallar en llamas, como si la nuestra fuera una ciudad condenada por el dios del Antiguo Testamento. El calentamiento global ha estado tan presente en nuestras vidas que hemos llegado a preguntarnos si llegaríamos a septiembre. Sin embargo, aquí estamos, después de acabar con el stock de ventiladores y de aparatos de aire acondicionado. Y ahora que parece que las temperaturas se moderan, puede ser un buen momento para pararnos a reflexionar. ¿Podemos permitirnos vivir en ciudades que son auténticos cocederos? La realidad es muy tozuda, y el modelo actual de ciudad será pronto inhabitable, al menos por estas latitudes. Cualquier proyecto de renovación y expansión urbana debe incluir plazas ajardinadas y amplias calles por las que pueda circular el aire. Por encima de todo, debe incluir abundantes zonas verdes, plantas y árboles por todas partes. Y también fuentes y mucha sombra. Precisamente lo que falta en los espacios peatonales del centro de Albacete, sin más sombras que las sombrillas de los bares, sin fuentes, sin árboles ni vegetación (salvo unos arbolitos raquíticos plantados en macetas para cubrir el expediente). La plaza que hay ante la estación de autobuses sería un buen ejemplo de todo esto: cuatro cabezas achicharradas por el sol y ni una mala sombra a la vista. El alcalde anterior se puso lírico y dijo que con esta renovación la ciudad demostraba su sensibilidad. Yo, en cambio, creo que lo que demuestra es la falta de conciencia medioambiental de quienes la gobiernan.