Antonio García

Antonio García


Las alondras

19/06/2023

Un interesante reportaje de El País ilustra sobre el sueño de los viejos: conforme se adentra uno en la edad oprobiosa -el proceso se inicia a los cuarenta años, pero va a más- sus hábitos de descanso se modifican: nos acostamos y amanecemos más pronto. Uso la primera persona porque conozco el paño de mis sábanas, que cada vez me expulsan antes de la cama. No es que durmamos menos horas, sino que nuestro estado de sueño profundo se acorta y aun cumplimentadas las ocho horas de rigor, nos despertamos como apaleados. Los científicos hablan de dos cronotipos básicos, el del búho (los que viven con nocturnidad) y el de la alondra (los tipos diurnos), y nuestra vida no es más que el periplo que nos transforma de un bicho en otro, disyuntiva que se le pasó por alto a Pablo Abraira. Hemos devenido de los búhos de juventud a las alondras de la vejez, sin las virtudes de su canto. La ventaja de ser alondra, que alguna habría de tener, es que puede prescindirse del despertador, el más nefasto de los inventos: nuestro cuerpo se despierta solo. Por contra, al restringir nuestros horarios nocturnos, que son los propensos a todos los vicios, nos hemos vuelto más benévolos, más morigerados o sensatos, síntomas ineluctables de una caída en picado. Siendo yo más joven, tenía yo otra mirada sobre mi entorno, no sé si más canalla (que sería presunción), pero sí más impaciente e inflexible. Desde que adquirí horario de alondra -escribo estas fruslerías antes de la amanecida- he perdido parte del ánimo beligerante, y aunque añoro, a veces, mi condición de búho, prefiero resignarme a lo que hay, recurriendo como mucho a alguna pataleta de viejo.

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