Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Beyle

30/12/2023

Sentado a una mesa de mármol y al ventanal del café del Primitivo vuelvo de Correos de enviar dos cartas navideñas. Los pequeños detalles terminan por orillarse y la liturgia de las pequeñas cosas -esas felicitaciones- dicen mucho de un mundo vocacionalmente  desmedido. Al contestar las felicitaciones he reparado en el uso del abrecartas -debo tener en mi mesa de despacho varios-. El hacer uso del abrecartas es, por naturaleza, un acto de respeto al remitente. Abres de seguido en un corte solo y el sobre rasgado contiene, de nuevo, la carta ya leída -y así puedes archivarla-, conservando la data y fecha, dejarla en tu archivo privado, nunca se sabe qué y cómo puede uno valerse de lo escrito por otro. Al contestarla puedes unirle copia de la carta que envías y así continuar -o iniciar- la vinculación. Un sello es importante. Conviene no sellarlo de cualquier manera -otro uso de respeto; el franqueo anuncia el envío y su presentación ha de serlo recta (recuerdo que el correo al que le faltaba unas pesetas de franqueo, podía ser suplido por el destinatario con la finalidad de evitar su devolución). Me detengo un poco -mirando tras la ventana- y me pregunto qué o quiénes habrán echado en falta una felicitación navideña -o lo que es imperdonable: por qué no enviamos aquéllas a las que estábamos obligados: al de mayor edad que siempre se adelanta (quizá este año esperó correspondencia tuya) o al que felicitaba a tu padre y ahora extiende su felicitación al hijo -un modo de tenerle vivo a través del correo. El remite parece detalle de menor cuantía y no lo es: si la felicitación es oficial, el remitente escribe su nombre a un lado -generalmente el izquierdo- y personaliza su aprecio. Hay gente que lo guarda todo. Yo despliego las felicitaciones en una mesita auxiliar -más personal que la de secretaría- y todos los años dudo en deshacerme de ellas. Ahora abro una carpeta -y la registro- y guardo las felicitaciones navideñas como un asunto más. Algunas las hay memorables -una tarjeta de visita que acompaña a un libro regalado- y otras son de puro compromiso y de acreditada falsedad. Sólo en los detalles hay verdad -y en los pequeños. Y me ha parecido ver pasar por el ventanal al cónsul Beyle.