Antonio García

Antonio García


William Friedkin

14/08/2023

Pensábamos que había sido julio el mes más cruel en lo que hace a difuntos ilustres -Milan Kundera, Jane Birkin, Francisco Ibáñez, Sinéad O´Connor, Pee-Wee Herman- pero agosto no se está quedando a la zaga. Los últimos en incorporarse al infausto listado han sido los músicos Rodríguez y Robbie Robertson y el cineasta William Friedkin. Hablaba El País hace unos días de la batalla generacional entre boomers y millenials, dos segmentos de la población condenados a convivir sin entenderse, entre otros motivos porque sus referencias culturales se repelen. Cuando nos quejamos de que los jóvenes desconocen nombres y obras básicas del pasado se olvida el reverso de que sus mayores tampoco están al día de los reggaetones de la actualidad. Pero hay obras que sirven de nexo intergeneracional, familiares tanto para el bisoño como para el antediluviano y espero no equivocarme si digo que El exorcista es una de ellas, aunque el nombre del director no alcanzara el status de estrella de otros de la promoción siguiente como Spielberg o Coppola. El exorcista constituye el paradigma de obras que devoran a su autor y en este caso doblemente, pues también se zampó al autor de la obra literaria, William Peter Blatty. Como Tiburón, El exorcista es una película que si no ha mejorado con el tiempo al menos no ha envejecido. Es la madre de todas las películas de terror, tanto las buenas como las malas. Las buenas aprovecharon su ambiente mórbido, su refinada progresión de horrores; las malas, su asquerosidad: esa doble vertiente de suspense e inmundicia es la que consigue el milagro de que dos o tres generaciones antitéticas en gustos resuelven por unas horas sus diferencias.

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