Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Cristales

05/11/2022

Según la vieja suma de teología hay tres especies de mentiras: la mentira jocosa, la mentira oficiosa, y la mentira perniciosa -aquélla divierte al prójimo; ésta es de utilidad propia; y la de más allá, pretende perjudicar al otro. Antaño el hombre mentiroso perdía su crédito -se deshonraba- y su acreditación ante los otros estallaba, como en un fracaso de cristales, siendo muy difícil recomponerse. Era como una copa que estalla y que había que recomponer cristal a cristal -y luego el tiempo alisaba las marcas del pegado-. Los teólogos del primer frente de batalla, de la convivencia y el uso social, entendían que la mentira perniciosa era la más detestable -la mentira perniciosa se ha instalado en la vida presente (la vida en torno) por cuanto busca el grave perjuicio del otro -siempre grave-, aunque el efecto sea menor, por cuanto nadie debe soportar daño que trae causa de la agresión de otro. En la vida pública la mentira lleva instalada un tiempo ya largo. En nuestros primeros tiempos de democracia operaba el instituto de la responsabilidad política -la culpa indiscutible; también al elegir y al vigilar; hasta la culpa objetiva- y ningún diputado o senador tildó de mentiroso al adversario político. Hoy en día son los diarios los recipiendarios de la verdad -al menos de una parte muy sustantiva- que más arriesgan: el descrédito de un medio le señala no como parcial y sí como pernicioso cuando miente por cuanto la libertad de prensa y opinión constituye un contrapoder legítimo en democracia. Pero lo que parece claro es que el mentir públicamente no arrostra sanción grave (se tolera al mentiroso con desagrado pero, al punto, se le tolera) y a falta de sanción política, la vida social pierde todo cuidado y se envenena. Cualquiera de nosotros está harto de escuchar tantas mentiras divertidas y perniciosas -en ocasiones la misma mentira, mentira doblada de mentira- y el riesgo que se adivina es creerse uno mismo su mentira oficiosa. Quiero decir que el vivir es una restitución propia de lo que debimos ser y no somos -y la vida pública, por patriotismo constitucional o republicano, mide al hombre que miente, pero ya no lo sanciona, así que el perjuicio lo sufrimos todos: no hay cristales ni fracasos. Nos quedan, claro, los viejos principios, ahora estallando, que habrán de recomponerse para una mejor convivencia y sanarla. Siempre nos quedan los libros (esencialmente los libros mayores) último pegamento y remedio para revertir nuestro fracaso de cristales.
 

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